Este relato forma parte de la antología "CAMADA" y fue seleccionado en un concurso patrocinado por Ediciones Mandala y publicado después, junto a otros relatos muy buenos también. Para el que esté interesado en adquirirlo, os dejo el enlace:
A mi padre le gustaban mucho los gatos. Le gustaban, en
general, todo tipo de animales pero con los gatos sentía una adoración
especial.
Él se
vino a vivir un tiempo conmigo para ayudarme con mis constantes y abrumadores
expedientes, disciplinarios y de incapacidad, y en lo que sea que pudiera
ayudarme, aunque solo fuera por no estar sola. Durante ese tiempo, entre el
poco caso que yo le prestaba (comía patatas cocidas por él y huevos cocidos y
alguna que otra lata) porque siempre llegaba a las tantas, se dedicó poco a
poco a la actividad que más le gustaba: ver y conseguir que los gatos
callejeros vinieran a él.
Por eso, en
el desayuno, que era en el único momento que nos encontrábamos, les daba los
restos de lo que había comido y compraba muchas veces salchichas o atún al fin
de obsequiar a sus gatos. Es verdad, que al principio, recelaban de él pero en
bastantes ocasiones vi como se acercaban y se frotaban sobre sus piernas y les
permitía acariciarlos. Era una actividad que le causaba gran placer y
reconozco que a mí también. Pero yo no tenía tiempo ni para respirar.
Un día se
marchó y volvió al hogar familiar y jamás pensé que podía haber reunido una
manada de gatos tan grande que maullaban por la mañana a la hora del desayuno.
Se agrupaban en el jardín. Este era muy grande con un pequeño chalet en el que
vivía yo sola.
Mis gatos,
pues ya eran míos, acudían desde las seis de la mañana y esperaban silenciosos
su desayuno en el jardín, donde mi padre les había enseñado y empecé a comprar
comida para los gatos. Y cada día antes
de irme a trabajar les dejaba sus raciones en tres o cuatro platos y el agua
también. Podrían ser unos treinta gatos, redondeando, porque cada vez que los
contaba no estaban todos. Siempre venían cuando les daba la gana. Los había
chiquititos, grandotes y hermosos, negros, grises, blancos, moteados, rubios y
jaspeados de mil colores… Era mi único momento mágico del día y creo que el que
me permitía aguantar con entereza los ataques a los que me asediaban
diariamente en el puto Juzgado. Por arriba, sobre todo, pero también por los
lados y por debajo… ¡Horrible!
Tan
preocupada vivía que no me di cuenta apenas de que no venían gatos, porque yo
les daba alimento cuando los veía y oía, pero si no estaban siempre pensaba que
habrían asaltado un cubo de basura repleto en algún otro lugar. Pasarían
aproximadamente cuatro o cinco días que no veía a los gatos. Me sentí
tranquila.
Un día salí
por ahí con unas amigas y llegamos tarde a casa. Una de ellas se quedaba en mi casa porque
había venido desde fuera a pasar el fin de semana. Así que entramos por la
cancela y entre los dos setos que había en el jardín.
-¡Qué mal
huele, por Dios!, -dijo mi amiga al entrar. Yo no me di cuenta en ese momento,
pero al ir paseando fui notando el olor… ese olor… ese olor tan conocido por mí
y tan odiado… pero ¡no podía ser!... ¡Era imposible! Entramos en casa, me
descargué de bolsos y demás y volví a bajar al jardín para investigar sobre ese
terrible hedor que se concentraba en el seto derecho de la entrada y recordé
que dos días antes también había percibido ese olor, además del día anterior.
El jardín
estaba oscuro, no tenía luz particular alguna, sólo la de las farolas de la
calle y el clarísimo resplandor de la luna llena. Me acerqué al seto y era de
ahí específicamente de donde provenía ese hedor. Levanté y aparté las ramas y la
visión me dejó aterrada y helada. Era un gato, un gato enganchado a las ramas
del seto y muerto, muerto con una cara de horror como yo no había visto en mi
vida, ni siquiera en los numerosos cadáveres que había levantado.
¡Su visión fue
escalofriante! No pude pararme en ese momento ni a analizar ni a pensar, había
que ver si había algún otro más y recorrí ese seto con pánico. No quería
encontrar nada más, pero sí lo encontré, otro gato, esta vez blanco, también
agarrado a las ramas y muerto con la misma expresión que el anterior. Me fui
para adentro y se lo dije a mi amiga.
-Creo que hay
dos gatos muertos en el seto de la entrada. Voy a quitarlos. ¿Vienes?
-¿Qué dices? ¿Estás loca? Con el miedo que me dan los muertos! -y recordé cuándo nos habíamos
conocido y hecho amigas y la cantidad de levantamiento de cadáveres que tuvo
que hacer conmigo sin poderlos mirar siquiera, ni acercarse…
Me encasqueté
dos bolsas de plástico en las manos, las cuales me ató a las muñecas, como le
pedí y con una bolsa de basura en ristre fui a quitar a esos pobrecitos gatos.
Era una labor
harto desagradable no solo por el olor y la vista sino porque el primero estaba
ya en pleno proceso de descomposición y al cogerlo se le removió todo por
dentro y perdió su forma, agarrando solo la piel y los huesos. El segundo hacía
menos tiempo y aunque seguía impresionada por el primero, le arranqué las
patitas de las ramas y lo deposité en el cubo exterior verde de depósitos
orgánicos… ¡Y tan orgánicos!
Me dispuse a
entrar en casa un poco más tranquila pero el olor seguía allí y allí y allí… y
a lo largo de todo el seto que rodeaba el jardín. ¡Me quedé horrorizada! ¡Era
incompresible y aterrador! Ahora ya estaba segura: eran mis gatos, mis gatos
grandes y pequeños, amados y adorados los que estaban entre los setos, todos en
las ramas, sin que ninguno hubiera tocado el suelo, sin ser vistos, muriendo en
silencio en el único lugar que aquellos pobres gatos callejeros ¡habían
considerado su casa…!
Conteniendo las lágrimas entré en casa en busca de más bolsas de basura y salí. Iba
llorando de pena, de tristeza, de dolor por los pobres gatos envenenados y por
mí misma que los había adorado y por eso mismo los habían matado…
Con la
“ayuda” de un policía local, al que le solicité exclusivamente que me ayudara a
entrar el contenedor en el jardín y que fue lo que hizo y se marchó
disculpándose, me dispuse yo sola a recoger a todos esos animalitos que había
amado y que por esa razón habían muerto. Ya me habían asaltado y robado en
todas las casas en las que había vivido. En esta también, por supuesto. Ya
había recibido amenazas de toda clase de muertes y no muertes. Ya llevé escolta
policial y de la guardia civil y les tuve que pedir que lo dejasen.
Todo eso y
mucho más jamás me preocupó. Esto tampoco. Pero la diferencia estaba en que
esto sí me importaba y me afectaba;
mucho más aún de lo que yo quería reconocer.
Seguí con mi
contenedor-cementerio cogiendo gatos uno por uno, unos deshechos literalmente,
otros recientes, unos pequeños, otros grandes, algunos ni siquiera los había
visto nunca por allí.
Las lágrimas caían libremente por el horror y
la impotencia. Algunos estaban tan agarrados a las ramas que aunque procuraba
separarles las garritas me llevaba el cuerpo y se quedaban las cuatro garras.
Viaje tras viaje, transportando cadáveres que habían sido vidas y que lo único
que habían hecho era confiar en mi padre y luego en mí y hacer suyo mi hogar.
Por eso habían venido a casa a morir… para descansar en paz… ¡Qué cruel muerte
recibieron entre espasmos y retortijones de dolor provocados por el veneno!
Aquella noche
conté cuarenta y dos gatos muertos. Aún cuando lo pienso se me rompe el alma de
dolor. Cuánto daño se puede hacer gratuitamente. Sé que, mientras recogía el
último gatito pequeñito al que yo acariciaba todas las mañanas, una parte
enorme de mi corazón se solidificó. Saqué el contenedor con los restos. Al
verme el policía que, por lo visto, se había quedado esperando cerca pero
lejos, vino a ayudarme a desplazarlo y colocarlo en su sitio. Me quité las
bolsas de plástico de las manos, las tiré, le di las gracias por la ayuda y me
recogí en casa…
Durante los
siguientes días siguieron apareciendo cadáveres.
Nunca jamás
se lo dije a mi padre. Y nunca jamás me sentí tan sola.
Fdo: Isabel Oliva Yanes.
Te agradezco infinitamente, Isabel, que hayas compartido con nosotros tu relato ganador. Me gustó entonces y me gusta mucho más ahora, un poco más melodioso y hermoso, porque la tristeza también puede serlo.
ResponderEliminarMereciste bien ese premio.
Gracias, Ricardo. Qué bonito te ha quedado. Es cierto que la tristeza puede ser armoniosa, tal y como la planteas. Eres un sol. Y la música que le has puesto es increíblemente bella.
EliminarTe quedo muy agradecida.
Gracias por recordrlo, Ric. Me gustó desde la primera vez que lo lei y desde luego muy merecido premio. Felicidades guapa.
ResponderEliminarGracias, Mercy por tus elogios. Ya sé que te gustó y mucho. Un beso.
Eliminar¡Qué pena, joer! En mi casa siempre hubo gatos y siempre los mataban los vecinos... entiendo esa pena reflejada en el relato. Muy, muy bueno. Me ha encantado!
ResponderEliminarUn abrazo, Isabel
Pues esa fue solo una de las mil y una putadas que me hicieron. Pero esta me dolió de verdad, aunque digan que las otras fueron peores. Para mí esta fue la peor. Gracias, Vidal.
EliminarUn abrazo.
Cada vez que lo leo, me impacta, es tan duro.... Muchas gracias por compartirlo de nuevo, y con esa música. ¡¡¡ impresionante !!!.
ResponderEliminarGracias, Isabelle. Sé que es duro pero es real. Muchas gracias a ti por leerlo de nuevo y por comentar. A Ricardo le estoy profundamente agradecida por lo armonioso que le ha quedado mi relato.
EliminarUn abrazo, guapísimo.
Es igual de espeluznante y cruel que cuando lo leí. Ahora quizás se siente un poco más con esa música y esas fotos tan entrañables. Gracias, Isa. Muy bueno, Ric.
ResponderEliminarSin dudar, la maldad humana no tiene límites, Isabel, como ya te dije una vez, me produjo mucho horror y tristeza el comprobar que la vida real es aún mas terrible y más pavorosa que ningún cuento o relato de terror. Solo lamentarme de lo que llegaste ha pasar y desear que jamás te vuelva ha ocurrir hechos tan lamentables y dramáticos. Un enorme abrazo y feliz navidad!!!
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