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jueves, 26 de marzo de 2015

¿Fue un sueño? de Guy de Maupassant

Me gustaría compartir hasta mi vuelta un cuento que hace mucho tiempo leí y que siempre ha permanecido en mi memoria. Son muy diversas las reacciones que este corto relato produce, así que si queréis comentar lo que a vosotros os provoca os estaría muy agradecido. Guy de Maupassant es uno de mis escritores favoritos en cuanto a relatos.

Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)


¿fue un sueño?

      ¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.
      Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
      Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: “¡Ah!” ¡y yo comprendí! ¡Y yo comprendí!
      Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
      ¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.
      Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación —nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte—, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
      Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal —en aquel liso, enorme, vacío cristal— que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
      Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:
      «Amó, fue amada, y murió.»
      ¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.
      ¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!
      Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
      Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
      Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
      No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
      Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:
      «Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»
      El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:
      «Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.»
      Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
      Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:
      «Amó, fue amada, y murió.»
      Ahora leí:
      «Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»
      Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.
                          (Pintura de Amals)

lunes, 16 de marzo de 2015

La caravana de los gitanos, de Ricardo Corazón de León



Hace meses que Ramón Escolano tuvo la idea de "robar una frase de un libro" y sobre ella todo el que se apunte a este juego elaborar un relato. Lo publicamos y lo enlazamos con los otros blogs para leer y comentarlos todos. Este mes la frase fue: 


No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. - De Edgar Allan Poe, El Gato Negro.



                    (Imagen obtenida en google)
 

LA CARAVANA DE LOS GITANOS

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Hace mucho, pero mucho tiempo en un pueblo llamado Corera, en la región de Mesopotamia, se dictó una ley que prohibió que nadie matara a un gato, a ninguno. Podría pensarse que en la antigüedad los gatos de siempre han sido admirados y protegidos como algo superior. Los egipcios veneraron a los gatos y estos fueron anteriores a la Esfinge y antes, mucho antes existían los gatos. Algunas religiones los consideraron demoníacos pero por unas causas o por otras los gatos siempre han estado unidos a la idea de inmortalidad, de la inmutabilidad y el conocimiento. En este pueblo, Corera, antes de que esa ley se dictase también había gatos, unos eran domésticos y otros medio salvajes que se alimentaban de ratas y ratones de campo.
            En este pueblo solo había un par de viejos que se regodeaba matando gatos. No sabía nadie por qué lo hacían. Tampoco ningún pueblerino se lo preguntó porque la pareja de ancianos y su propia casa les producía terror, así que lo consentían y procuraban que ninguno de sus felinos apareciera por allí o se les escapara y acabara en el patio de aquella fatídica casa. Además de matarlos, después de cazarlos por las noches, se escuchaban maullidos y chillidos de dolor, de lo que todos suponían que eran torturados u otras cosas peores antes de poner fin a sus vidas. Tampoco sabían qué ocurría con sus cuerpos pero nadie se atrevía a preguntar. Bajaban la vista ante su casa y cambiaban de acera para no tener que estar al lado de su verja.
             Una mañana rutilante apareció una caravana de itinerantes, nómadas gitanos los llamaron. Eran de color oscuro pero no tanto como los africanos y sus narices eran ganchudas y no chatas. En la caravana iban dos familias con lo poco que tenían. Habían sido producto de una desgracia con el fuego que se cebó en ellos y que fue quien mató a la mamá del pequeño Fara. Este niño, sin embargo, no estaba triste, a pesar de la proximidad de los trágicos sucesos y ello se debía a la existencia de un pequeño gatito negro de su propiedad. Con sus saltos y volteretas mientras atrapaba inexistentes pájaros era la delicia del niño que sonreía más que lloraba. Era un chico que adoraba a su gato y en él depositaba el amor que le tenía a su madre muerta. Sus escasas pertenencias conmovieron a la comunidad que les aportaron viandas y ropas necesarias para continuar su interminable viaje. Ellos estaban muy agradecidos. Hubo bailes y canciones a la salud de sus anfitriones.

 (Imagen obtenida en google)
         Pasaron allí la noche y a la mañana siguiente el gatito negro había desaparecido. Nadie les advirtió de la presencia de esos viejos malignos porque temían hasta hablar de ellos. El niño lloraba desconsoladamente. Recorrieron todo el pueblo tras su búsqueda pero al final le contaron la verdad sobre lo sucedido a su gato y a otros tantos que vivían en el pueblo y a todo el que se perdía y pasaba cercano a su casa. El niño al escucharlo secó sus ojos y toda la pena que tenía desapareció en un inescrutable rostro de adulto. Cogió una vara de olivo de la caravana y haciendo dibujos en la arena comenzó a orar en una lengua desconocida, casi en un susurro inaudible, sin pausa. Poco a poco empezaron a aparecer nubes frondosas, negras, blancas y grises y en los cielos se juntaban y aparecían monstruos apocalípticos, demonios nunca vistos y una decena de diablos y otros animales que no existen en la tierra. Los aldeanos miraban alternativamente al niño dibujando en la arena y susurrando con voz grave en un rostro sin edad y a los cielos, donde una lucha sin cuartel se establecía entre sus nubes. Al cabo de unos minutos, el niño paró y del mismo modo las nubes pausaron, recogió su rama y las nubes se dispersaron. 
            Ya nunca volvió a llorar y ese día por la tarde se marcharon. Incluso le ofrecieron un pequeño gato atigrado pero lo rechazó con la cabeza. No volvieron la vista atrás.
            Hasta la mañana siguiente nadie se dio cuenta de que todos los gatos del pueblo también desaparecieron con ellos, los grandes y pelirrojos, los rubios y atigrados, las pequeñas negras y los blancos, los pequeños y los grandes… todos. Los vecinos pensaron que habían sido los gitanos, pero había muchas más voces que acusaban al par de viejos detestables. 
                            (Imagen obtenida en google)
            Así transcurrió una semana en la que ningún gato apareció ni nadie los oyó. En el quinto día el hijo del mesero, de siete años de edad, dijo haber visto a todos los gatos en el jardín salvaje de la casa de los ancianos. Decía que estaban todos girando alrededor de la casa con paso firme y elegante en parejas de dos en dos, como si custodiasen a alguien, pero no le dieron mucho crédito. Los gatos no aparecieron y pensaron que la imaginación del infante era mucha. Al cabo de dos días, a la semana justa los gatos se presentaron nuevamente como si nunca hubieran desaparecido. Cada familia volvió a tener a sus felinos felices y contentos. La única diferencia es que todos aparecían lustrosos, relucientes, cuidados, con el pelo brillante y un porte majestuoso. Hasta los más pequeñitos parecían haberse hecho mayores y casi brillaban. Otra diferencia sí había y es que no quisieron comer ni beber, pero no uno, sino todos. Los vecinos comentaban y no daban con la explicación, aunque un día no tenía importancia. Al día siguiente tampoco comieron ni bebieron por más delicias que se les ofrecieran y de distintos gustos. Ningún gato comía o bebía. En lo demás eran iguales a los que tenían antes de irse.
            El niño del mesero y otros rufianes anduvieron asomándose a la verja de los viejos, escondidos para no ser vistos y muertos de miedo, pero finalmente abandonaron la cruzada y les dijeron a sus padres que allí no vivía nadie, que hacía más de una semana que ninguna luz se encendía dentro de la casa. Las gentes empezaron a preguntarse por esos ancianos malditos y no por el interés de ayudarles sino por la curiosidad innata de las mentes. Así que al darse cuenta de que en su casa la última vez que se vio luz fue antes de que desaparecieran los gatos, preguntáronse si no se los habrían llevado los gitanos en castigo por sus perversidades. Tanta bulla dieron que al final el contramaestre del pueblo tuvo que hacerse cargo de la cuestión y, so pretexto de tener testigos, se llevó a cuatro vecinos recios consigo para ver lo que ocurría. 
            Con más miedo que vergüenza golpearon una, dos, diez veces la puerta, hasta que ellos mismos abrieron la cancela y por el estrecho sendero de maleza llegaron hasta la casa escondida en las sombras. No se oía ningún ruido, hasta los pájaros y las hojas dejaron de cantar y susurrar. Todo lo que rodeaba la casa era un silencio sepulcral que ponía los pelos de punta a los cinco hombretones. No obstante, las miradas de la gente del pueblo arremolinada en la verja de la casa les impedía huir sin haber terminado su encargo. Volvieron a golpear la puerta y preguntar en alta voz. Nada. Otra vez. Silencio. Al fin el contramaestre puso su mano en el pomo de la puerta y la giró. Al abrir, el espectáculo era dantesco y macabro. Allí se encontraban sentados a la mesa, con una sonrisa, los esqueletos de un hombre y una mujer con los huesos repelados y blancos. Tan blancos que casi brillaban. No había indicio alguno de haber sido forzada la cerradura, puertas o ventanas o lucha alguna. En algunos sitios en los que había polvo veíanse garras pequeñas, como de gato, lo que no es de extrañar habida cuenta lo que hacían con ellos. Y todo esto en diez días desde que los gitanos se marcharon.

    (Imagen obtenida en google)       
Días después se dictó la famosa ley que prohibía matar a ningún gato.
                                           FIN