(Foto tomada de internet).
MI ÚLTIMO VERANO (2ª parte)
De repente percibo como el griterío de voces atormentadas y
ensordecedoras se ha desvanecido. No hay nadie que chille ni que oiga correr.
Abro los ojos y estoy solo, bueno, solo no, hay un montón de gente mirándome
como si estuviera loco o borracho o enfermo, los menos.
También veo a mis amigos correr todos hacia mí. Me preguntan,
pero antes ponen orden entre los presentes y los dispersan para poder hablar
conmigo. Yo aún tengo los ojos llenos de lágrimas y el corazón desbocado a
punto de salírseme por la boca. Las sienes me palpitan y tiemblo como un flan.
Por fin soy capaz de articular palabra.
─El hombre… el cadáver… ese que me miraba… en la playa… ─y le
busco con los ojos pero ha desaparecido…
─Os lo dije, voy a ver qué quiere…
Todos me miran con extrañeza y me preguntan una y otra vez
por qué he gritado, nadie ha visto al hombre pero no pueden negar que algo me
pasa porque tiemblo como una hoja. Al fin decido no intentar hacerles comprender,
solo que me sigan.
─Mirad, es algo muy, muy importante para mí. Os ruego, os
pido, os suplico, a cambio haré lo que queráis si no pasa nada, pero si me apreciáis
coged los coches y traedlos aquí, hasta esta entrada de la playa y nos esperáis
a mis hermanos y a mí. Nos vamos a ir todos juntos pero ¡¡¡YA!!! Confiad en mí.
POR FAVOR. Es muy importante. Pero no hay tiempo que perder. Jorge coge a tus
hermanos de la piscina. Si alguien más tiene familiares que los meta en los
coches aunque sea a empujones. Si alguno se niega y no podéis con él, dejadlo. Virginia,
toma las llaves de mi coche y tráelo. El pequeño no. El Jeep. ¡¡¡CORRE!!!
¡¡¡CORRED!!! Yo voy en busca de mis hermanos. COOOOOORRED…. DEPRIIIISsssaaaaa…
Y sin pensar en nada ni en nadie, ni en si me hacen caso o se
cagan de risa, me da igual, me dirijo corriendo hacia el borde del mar y
maldigo la hora en que vinimos a una playa con casi un medio kilómetro de
anchura de playa. Los pies, como van desnudos, se van quemando, así que la
alternativa es sí o sí.
En el agitado estado en que me encuentro no quiero pensar lo
que estoy haciendo ni por qué y tampoco pongo en duda nada de lo que he visto,
nada. No entiendo nada de lo que sucede ni por qué pero no me importa. Solo
quiero coger a mis hermanos, a mis niños y llevármelos todo lo lejos y alto que
pueda de esta playa.
La gente me mira, parezco un loco desesperado y no saben la
razón que tienen. Llego sin aliento, sin poder hablar. Veo que hay cuatro. Me
falta uno. Todos se han puesto en pie al verme correr tanto y están esperando a
mi lado.
─¿Dónde está Alma?
─Está bañándose en las rocas. Pero, Ric ¿qué pasa? ¿Qué te
ocurre?, nos asustas...
─¿En las rocas? ¡Por Dios! Bien. Mirad, haced lo que voy a
deciros: Victoria, por favor, tu eres la mayor así que sé lo más seria y cabal
que puedas. Ahora mismo sin recoger nada más que una toalla para cada uno y
vuestras zapatillas corred, corred tanto como podáis, como si fuera un diablo
persiguiéndoos el trasero, y llegad a la entrada. Allí estará Virginia con
nuestro coche. Subiros deprisa. Que todos se vayan al… No, vamos todos juntos,
si no, no os entenderán y tendréis miedo. Coge a Coco que se va a escapar.
Vamos. Corriendo… ¡CORRED! ─Presido la marcha con mis dos princesas una a cada
lado en mi cintura y sin dejar de sonreírles pido a Dios que lleguemos a
tiempo. Mi pensamiento está en Alma, que está en las rocas. No sé qué hacer…
Dios mío… ¿Qué hago? No puedo irme sin
ella, pero no puedo llegar a las rocas, no hay tiempo. Me paro. No sé…
─¡Ric! ¡Ric! ¿Qué pasa? ¿Por qué os vais?...
Su voz penetra en mis oídos como el más dulce de los sones.
Me vuelvo.
─¡Alma! Corre preciosa, coge la toalla y ven tan deprisa como
puedas, deja eso, no importa. ¡NO TE DESPIDAS! ¡VAMOS, YA!
Corre que se las pela y los demás también. Nunca me han visto
así, no me preguntan nada pero saben que hay que obedecer y callar y que es
importante.
A duras penas, logro llegar con las dos pequeñas cargadas en
los brazos. Menos mal que Virginia y Roberto me esperan para ayudarme y salen a
mi encuentro.
─Gracias, chicos. No pensé que iba a veros. A ti sí, Virginia.
Gracias. Ahora, vamos a los coches.
Vi el grupo de mis amigos con los hermanos de Jorge en el
coche peleando. La hermana de Esther gritaba y amenazaba a su alrededor. La
abuela de Isis estaba sentada y atada. Todo esto pude ver antes de llegar donde
ellos.
─¿Nos puedes explicar…?
─No, no hay tiempo de explicaciones. Por favor, por favor, ya
no queda tiempo, ya no. Subiros a los coches y seguidme. Por si alguien se
pierde me dirijo al Monduber y si tengo que cruzar rompiendo la barrera de
seguridad de la Urbanización lo haré. No os detengáis por nada. Vamos hasta la
casa del guardabosque en lo más alto. Allí dejad los coches. Si tenéis agua
sacadla con vosotros y las toallas y seguid caminando hasta la cima. No puedo
deciros nada más. ¡Corred, por favor, es tarde!
Me miraban y se miraban perplejos pero sabían que algo me
estaba pasando y que no era una broma porque estaba tremendamente asustado y
ellos también. Yo no esperé los resultados de la votación. Cogí a mis hermanos
y los subí al coche. Virginia sujetó a las dos pequeñas y se subió en el
asiento delantero. Mientras ella ponía los cinturones y demás, yo saltaba
dentro del coche y lo ponía en marcha mientras arrancaba. Miré por el espejo
retrovisor y vi que todos estaban subidos en sus vehículos y siguiéndome. Nunca
he sido devoto ni religioso, pero en aquéllos momentos di gracias a Dios porque
de momento, estábamos juntos y en marcha.
Virginia me miraba preocupada pero no me preguntaba. Puso la
radio, en RNE, como le dije y están los programas típicos de la mañana con Juan
Ramón Lucas y sus curiosidades. Las calles y los coches pasaban volando al lado
nuestro a toda velocidad. Hay que ver qué fácil es salir de la playa a estas
horas y qué difícil llegar en cualquier momento. Como conocía bien las
callejuelas de Gandía evité las de los montículos en que había que frenar y,
mediante unas cuantas infracciones de tráfico menores, me las arreglé pronto
para salir de aquél laberinto, que ahora consideraba una cárcel mortal. Los
demás me seguían. Llamaban por los móviles pero todos estaban dispuestos a
hacer lo que yo dijera. No había problema.
Evité el núcleo de Gandía pueblo y lo rodeé para llegar al
Monduber. Pasé la residencia de ancianos y llegué a la urbanización más alta y menos
acogedora que había en los alrededores. No me lo pensé dos veces y metiéndole
caña al Jeep hice caso omiso de las señales, para que parase del vigilante. Si
no se aparta me lo llevo por delante pero, por mis hermanos, que no hubiera
parado jamás. Seguimos recorriendo las avenidas privadas todos, subiendo,
siempre subiendo, hacia lo más alto de todo… Aquí la radio no se oía bien pero
era evidente que algo había pasado. Se oían retazos… algunos veraneantes…
pónganse a cubierto… las playas…
El cielo cambió súbitamente de color y de estructura. Era
gris, ceniciento y con nubes algodonosas pero negras y oscuras que entraban
raudas a toda velocidad y giraban en una danza de muerte al compás de los
relámpagos y truenos que en un momento se habían formado. Llegamos a la caseta
del guardia del bosque. Descendí, quité cinturones y bajé niños. Cada uno ya se
ocupaba de todo, de lo suyo y de lo ajeno. Alguien trajo litros de agua en
botellas. Nadie me preguntaba, nadie dudaba. Todos caminaban hacia la cima,
asustados por el cielo, por los truenos, por el vendaval, por los relámpagos y
por una sensación de inminente pérdida.
Seguimos subiendo. Los niños estaban repartidos en los
hombros de mis amigos. Los demás iban cuidando de todos. Aún tardamos más de
quince minutos en llegar a mitad de camino. En ese momento me volví. Mis amigos
y todos lo hicieron igual y lo que yo había visto lo presenciaban ellos ahora,
solo que de lejos y sin saber si aquella muralla de agua tan alta como el más alto
de los rascacielos sería capaz de llegar hasta nosotros. Era un espectáculo
horroroso, dantesco, inimaginable… Yo aún oía a la gente de la playa chillando
cuando lo vi por primera vez y las señoras y los niños aterrados y petrificados
de miedo… Retiré la vista y pude comprobar que todos mis amigos tenían lágrimas
en los ojos. Seguimos subiendo hasta lo más alto que pudimos. No hay radio. No
funcionan los teléfonos. Ni internet. Estamos todos juntos en unas rocas en las
que de pequeño solía venir a jugar. Estamos sentados esperando… Todos me han
abrazado uno a uno y yo a ellos, tengo a los niños conmigo, les doy la mano y a
Virginia… Los quiero tanto…
Firmado:
Ricardo Corazón de León.