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viernes, 27 de junio de 2014

UNA LEYENDA, de Isabelle Lebais




           (Pintura de Даниил Федоров)

                                    UNA LEYENDA

                                  De Isabelle Lebais


El ascensor se paró y cuando las puertas comenzaron a cerrarse, una mano se introdujo entre las dos hojas, que retrocedieron rápidamente, y con una grácil pirueta un joven se plantó en mitad, con un fuerte impulso que hizo que mi cabeza chocase con la pared posterior del elevador, comenzando una caída grotesca e irremediable hacia el suelo.

Todo sucedió a cámara lenta, y lo que fueron unos segundos, se convirtieron en muchos minutos.

No sé qué cara puse pero si vi la de él. Era una mezcla entre sorpresa, susto, dolor e incluso pena, al verme caer de aquella forma tan aparatosa.

El ascensor seguía elevándose mientras yo intentaba aferrarme a algo para levantarme dando manotazos al aire sin conseguirlo.

Él lanzó sus manos para intentar sujetarme y lo único que consiguió fue agarrar mi precioso vestido de lino abotonado de arriba a abajo, que se rasgó dejando al descubierto toda mi ropa interior: Un coqueto conjunto de color turquesa.

Al ver lo que estaba pasando, mis ojos se abrieron saliéndose de las órbitas, dejando de dar manotazos y sujetando lo poco que podía salvar de mi vestido y de mi dignidad.

Por fin caí al suelo quedando sentada y mirando a mi agresor que pasaba su mirada desde mi cara a su mano, donde tenía mi vestido destrozado, y tan sorprendido como yo.

Era una situación surrealista y absurda. De pronto su mirada se quedó fija sobre mí. Miré hacia donde enfocaba sus ojos y vi que uno de mis pechos se había salido del sostén y se exhibía orgulloso, como si estuviese asomado a un balcón, con su rosada guinda señalando con descaro, oteando el horizonte y muy orgulloso de su hazaña.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente y todo el susto se fue transformando en vergüenza y azoramiento.

El pobre no había articulado palabra, ni yo tampoco, solo leves gruñidos y ruidos sin significado coherente pero que no necesitaban traducción.

Ahí estaba yo, sentada en el suelo, solo con mi ropa interior, un pecho al aire y mi cara a la altura del paquete de mi agresor, que parecía que tuviese vida propia, puesto que cada vez se hacía más y más grande, llegando a tocar mi frente.

Intenté levantarme, para lo cual me aferré a sus nalgas, y cuando intenté levantarme, el ascensor se paró en algún piso, ya ni recordaba donde estábamos.

     (Pintura de Jack Vetriano)

Con la inercia, quedé de rodillas frente al muchacho que intentaba sujetarme por los brazos  para levantarme y que al caer de nuevo, se soltaron sus manos quedando sobre mi cabeza.

El ascensor paró, estábamos en el piso diecisiete, la redacción del periódico.

Una redacción abierta donde desde cualquier escritorio se podía ver la puerta del ascensor.

Las puertas se abrieron. Primero dos cabezas, después cuatro y en menos de un minuto toda la redacción estaba en silencio mirando hacia nosotros dos. La escena era indescriptible.

Él de espaldas a la gente, con mis manos en su culo y las suyas en mi cabeza, el vestido, el bolso y el portátil en el suelo, al apartarse la cosa no mejoró, yo en ropa interior, con un pecho fuera y de rodillas frente a un abultado paquete, que ya casi pedía socorro intentando salir de su prisión.

Yo quería morirme, desaparecer en ese mismo instante, ser tragada por la tierra o que el ascensor cayese en caída libre hasta el sótano, para que fuese una muerte rápida, y morir habiendo sido  una leyenda, porque aquello se convertiría en todo un acontecimiento con un final  muy digno.

No sucedió nada de lo que yo deseaba y seguro que mi acompañante pensaba algo parecido.

(Pintura de Fabian Perez)




Como pude me puse en pie, metí mi explorador pecho en el precioso y pequeño cubículo, de dónde no debería haber salido, mi agresor recogió mi vestido del suelo y con muy poco arte intentó taparme con él, no consiguió hacer nada, así que se lo quité de las manos y me lo puse de pañuelo por el cuello, echándolo hacia atrás como sí se tratase de una estola. Su cara de sorpresa y una mirada cómplice hicieron el resto.

Se agachó a recoger mi portátil y mi bolso, que se colgó de su hombro y me ofreció su brazo para salir de allí enhebrados, como si fuésemos a entrar en una recepción en palacio, y de esta guisa recorrimos toda la redacción tan dignamente como pudimos, pasando ante los estupefactos ojos de los que allí se encontraban.

Llegamos hasta el despacho del director, delante de cuya puerta nos paramos,  para leer lo que ponía en la inscripción.


Isabelle Lebais

Directora




Así fue mi primer día en mi nuevo trabajo y como conocí a Ricardo, el que hoy es mi marido y consejero.

           (Pintura de Jack Vetriano)

lunes, 23 de junio de 2014

EL SECRETO DEL HUEVO DE ORO XVIII, de Ricardo Corazón de León

Seguimos con esta historia de aventuras, ciencia-ficción, suspense, amor, thriller... Y que está en un punto álgido. El capítulo anterior era uno independiente, así que aquí es donde acabó el capítulo de la historia y empezó acá en este primer capítulo.
(Todos los derechos reservados sobre esta imagen)







Los científicos seguían queriendo saber muchas más cosas del lugar donde vivía y de sus costumbres. Les habló de que después de la Tercera Guerra, que duró dos horas, vino la paz entre UnderBov y su pueblo, Silver. Que se usaron bombas terrestres que la Traductora optó por traducir como bombas atómicas. Murieron más de novecientos millones de personas y todos los que vivían en la superficie tuvieron que trasladarse a refugios bajo tierra porque ésta estaba envenenada y así seguiría durante muchos años. De su pueblo apenas murieron personas porque Plinio ya lo había predicho y proveyó de Refugios subatómicos a toda la población.

            ─ ¿Y cómo funciona la máquina de la comida, la de las telas o la de los zapatos o cualquier otra? ─indagó Richard─ Pregunto por la energía, lo que las hace producir interminablemente.

            ─ La energía Universal ─ respondió segura Joyce.

            ─ Pero ¿cómo se hace para obtenerla?

            ─ No lo sé, hay una fórmula, una ecuación, pero yo no sé lo que significa, solo sé cómo se llama: Infinito. Sólo Plinio puede explicar lo qué quiere decir y cómo se hace eso.

            Plinio, al parecer, era el todo. El conjunto de la Sabiduría y el Conocimiento acumulados así que decidieron proceder a descongelarle lo más rápido posible.


Cuando se marcharon yo hice ademán de marcharme pero ella me retuvo. Me senté a su lado y ella colocó un brazalete de oro con criptogramas o iconografías que yo desconocía, en mi brazo y otro igual en el suyo.

─Yo no soy Plinio, pero puedo mostrarte. Cierra los ojos y el puño. Yo te mostraré.

Hice lo que me pidió y en un segundo yo me encontraba en medio de una escena parado, observándolo todo pero sin que a mí me pudiesen ver ni afectar nada. Vi masacres, guerras, muerte, destrucción, la bomba atómica, una, dos, tres, la tierra envenenada, las personas como Joyce corriendo por unos largos pasillos como si fueran túneles… Era mucho mejor que un video-juego pero yo no podía interactuar. Mi misión se limitaba a observar lo que sucedía. Otros como ella vivían tranquilos, no había guerras, jugaban, reían, nadaban, volaban en sus vehículos espaciales, pero se superpusieron las imágenes de destrucción y se veía a los invasores que se multiplicaban por mil, a medida que los mataban, y que llegaban hasta Silver, su pueblo y los chillidos, la sangre, los niños muertos, los animales empavorecidos huyendo… y en un segundo, una cara, solo una cara ante mí, con unos ojos grandes verdes que se inclinaba hacia mí, era un hombre, y en ese momento, todo se llenó de rojo y se apagó todo. No hubo más.
(Todos los derechos reservados sobre esta imagen)

Sentí las manos de Joyce abriendo mis puños y quitándome el brazalete, abrí los ojos y se estaba quitando el suyo. Le pregunté.

─ ¿Egon?

Y ella sin decir nada comenzó a llorar quedamente, derramando todo su dolor ante mí. Si antes sentí celos por él o en algún momento le odié, ahora sólo imploraba que de alguna forma pudiera vivir para que, aunque la perdiera, le arrancaran ese sufrimiento que sentía. Sus lágrimas se derramaban sin cesar, suaves, incontenibles y apenas había sollozos, pero temblaba como una hoja. La cogí y la atraje hacia mí suavemente, le dije palabras que no recuerdo y le acaricié su cabeza, su pelo, abrazándola. Ella se dejó hacer.

En lo que para ella eran cinco minutos de sueño, había perdido todo lo que la rodeaba, todas las personas amadas y a Egon y ni siquiera le quedaba el consuelo de esperar que continuara viviendo después de haber transcurrido tanto tiempo. Este mundo salvaje la asustaba, por eso, solo confiaba en Magnus y ante él podía mostrar su inimaginable tormento. No tanto como ella hubiese querido porque su intención era morirse, desaparecer, pero mientras tanto, su único amigo era Magnus y se sentía mejor en sus brazos, por lo menos, protegida de sí misma y sujeta a una roca que no la dejaría sumirse en las profundas lagunas de su aflicción.

Pasó mucho tiempo hasta que se quedó dormida por el cansancio, las lágrimas y el pesar. La llevé en brazos hasta su cama y la deposité suavemente. Me daba pena soltarme de su cuerpo por si se despertaba y no me hallaba. Junté a ella mi cama y seguimos con las manos unidas toda la noche.

Como Joyce no puso en conocimiento de los demás la existencia del aparato que me había enseñado, estimé que no quería que nadie más supiera cómo se sentía o cómo era todo aquello. Lo guardé bajo llave en una de mis estanterías. No hablaría de ello con nadie hasta que ella me lo permitiera.

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(Imagen encontrada en Google)
A través de la emisora llegaron noticias de que un centenar de submarinos atómicos rusos se habían puesto en camino hacia el Polo Sur. Los satélites de América que dirigían y ponían en funcionamiento los misiles aeroespaciales cambiaron sus coordenadas poniéndolas hacia el Polo Sur. De Europa un portaaviones submarino atómico cambió de ruta y giró al Polo Sur. China, enardecida, puso de manifiesto estas avanzadillas de las grandes potencias pero era un acuerdo secreto entre los gobiernos más ricos para que nadie intentase llevarse a Plinio y su conocimiento o destruirle por el mismo motivo. Los interpelados explicaron sus razones, puesto que aquel grupo de científicos no estaba preparado para el ataque de una potencia cualquiera o de mercenarios de un dictador que quisieran apresar a Plinio o matarlo habían decidido proteger entre todos esa vasta zona del Polo Sur formando una cadena impenetrable, garantizando con ello la seguridad de Plinio, el grupo de científicos y los tesoros que se pudieran descubrir. Después de este razonamiento, China se alió y también los otros países y mandaron sus tropas para la protección de la base polar Ibiza. Respetaron un perímetro que la base Ibiza exigió y se prepararon para permanecer allí el tiempo que fuera necesario.

Nada ni nadie lograría cruzar entre las líneas armadas y sus radares, sonares y sondeos.

La humanidad aplaudió esta idea pero no todos estaban de acuerdo con que los conocimientos de Plinio salieron a la luz y estas personas eran las más peligrosas pues en sus manos tenían el dinero y el poder pero dejarían de tenerlo si los avances tecnológicos y la misteriosa energía universal se pusieran a disposición de todos.

Así que algunos compraron a individuos, los sobornaron o amenazaron y dichas personas iban en la tripulación de un navío de un estado o en un submarino atómico o un portaaviones aéreos.

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(Imagen traída de Google)
La reanimación de Plinio estaba en marcha. Se apresuraron a fundir el helio líquido que le servía de colchón y cuando todo estuvo preparado cortaron el cordón umbilical que le unía al Refugio. En el momento de terminar de escindirlo, hubo como un gemido largo y tortuoso de un motor que se apaga porque ha acabado de cumplir su misión, el trabajo para el que fue creado, todas las luces se apagaron; esa luz azulada cesó y solo quedaron los focos que habíamos transportado nosotros a su interior. Cuando se rehicieron, a la orden de Arthur, los cuatro hombres izaron a Plinio y lo llevaron al quirófano-enfermería, como habían hecho con Joyce.

Lo depositaron en la camilla y siguieron vertiendo sobre él aire cada vez más caliente. Enseguida vieron que su piel estaba magullada, incluso en algunos sitios quemada y contusionada, sin saber todavía si había algún hueso roto o derrame interno, así que le vendaron con apósitos para que cuando fuera despertado o su cuerpo empezara a vivir, se fuese curando con los medicamentos más eficaces de la tierra.

Todo él estaba vendado de los pies a la cabeza, como si fuera una momia, incluso ese pene erguido al que las enfermeras trataron con especial cuidado. Le introdujeron tubos por la nariz y le conectaron todos los electrodos y demás cables que habían puesto a Joyce, a los que habían añadido una máquina de respiración artificial, por si acaso, y un corazón mecánico.

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(Este capítulo tiene mucho que ver con la novela, sí y no, pero me gustaría que le prestarais especial atención en relación a problemas semejantes anteriores, actuales y futuros que se presentarán).
(Imagen sacada de Google) 


Arthur recordó de pronto la discusión con su compañero médico-cirujano, Edgar, a raíz del trasplante de corazón del Sr. Jensen, un multimillonario de sesenta años, cuyo corazón fallaba.

Hice una apuesta con Edgar a que pediría corazón de metal. Él rezongaba.

El ascensor se paró delante de la puerta del quirófano. La enfermera empujó, aunque no fuera preciso, la silla neumática volante, hasta donde estaba Edgar.

─Soy el cirujano Edgar Believe, Sr. Jensen. Le voy a atender personalmente, tal como usted ha solicitado, pero antes de proceder a la intervención quisiera saber si desea…

─De metal ─respondió Jensen, sin esperar a que acabara de formular la pregunta─. ¿Acaso tiene usted algo en contra de los corazones de metal?

─No, señor, nada hay en contra, pero estamos utilizando los más modernos corazones…

─De plástico. No lo quiero. Deseo y exijo un corazón de metal, el más fuerte y poderoso.

─Sr. Jensen, no son de plástico, son de fibra polimérica que les dota de una calidad extra al asemejarse tanto al propio corazón humano. Es igual de resistente. Y hasta la fecha no ha habido ningún fallo.

─¿Es que en los de metal hay fallos?

─No, pero si se estropease, por razones electrónicas, sería mucho más fácil que el equipo que interviniese en esa reparación, llegase al corazón de fibra.

─¿Se ha estropeado alguno que haya exigido su reparación?

─No ─reconoció Edgard.

─Entonces ¿está usted sordo Believe? Le he dicho que quiero un corazón de metal y no se hable más.

─De acuerdo, señor. Mañana por la mañana procederemos a su trasplante a las ocho de la mañana.

El Sr. Jensen dio media vuelta y la enfermera, que lo estaba esperando, se lo llevó solícita.

Apenas se hubo ido, entró Arthur, médico ingeniero y supo que había pedido un corazón de metal, aunque no lo dedujo de la expresión de su compañero.

─Bueno, tenía razón, ¿no?

─Por supuesto, pero es que no lo entiendo. Lo más parecido a la corporeidad del ser humano y de su corazón se ha logrado por fin y lo tiene a su alcance. Puede ponérselo y estaría tan seguro de una enfermedad cardíaca como con el otro y es igual de resistente, pero no, no quiere. Prefiere un corazón de metal.

─Era de esperar ─señaló Arthur─. Desde que la ley, que solo se aplicaba en Suiza, dotó de personalidad y equiparó a los robots con los seres humanos, existe una fijación por parte de los humanos, en sustituir cada parte de su anatomía dañada o, antes de que se dañe, por una pieza de metal, teniendo a su disposición otras piezas en todo equiparables a las de metal, pero con la constitución aparente de la carne humana. Sin embargo, todos lo rechazan. Y, al contrario, los robots quieren ser sustituidos por estos implantes parecidos a los humanos.

─¡El mundo se ha vuelto loco! ─exclamó Edgard─. ¿A quién se le ocurre ponerse piezas del otro y el otro del uno? ¿Qué sentido tiene?

─Estás hablando como un racista, Edgard.

─Creo que sí y no me importa, pero yo nunca cambiaré mi esencia, lo que soy, por nada del mundo. ¡No renegaré de lo que soy! ─aseveró Edgard─. Y no entiendo estas mezclas de razas diferentes y estos híbridos que no llevan a ninguna parte. Al final, no distinguiremos un humano de un robot y viceversa.

─Pero si de eso se trata, Edgard. Equiparar a los unos con los otros es volverlos iguales ante la ley. ¿Por qué no ser también parecidos físicamente y en su interior?

─No me parece bien y no creo que el Señor vea con buenos ojos lo que estamos haciendo, alterando lo que él ha creado. ─sentenció Edgard. Y la conversación se dio por terminada por su parte. Recogió sus cosas y con un saludo de su cabeza metálica, el robot Edgard Believe, desapareció.


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(Continuará)