La primera parte AQUÍ.
(Imagen obtenida en google)
Cumpliendo lo asegurado publico la segunda parte de este terrorífico y verosímil relato de Sergio Pérez-Corvo.
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Aquel sitio daba escalofríos. Una
casona antigua que se caía a trozos situada en las afueras de la ciudad, casi
en el Valle, rodeada de un campo yermo en el que hacía décadas que no crecía
nada. De camino hacía allí había pasado por un par de campamentos de
vagabundos. Aquella parte de la ciudad destilaba desolación y desesperación a
partes iguales. Había venido sólo, como no podía ser de otra forma. El nudo de
mi estómago me provocaba unas nauseas que apenas me dejaban respirar. Por más
que lo intentaba, las rodillas seguían temblándome. No sabía lo que iba a
encontrarme ahí dentro, pero estaba convencido de que no sería nada bueno. Abrí
la guantera del Ford y de un trago apuré un cuarto de la botella de whisky. Aún
así, las sienes continuaron zumbándome. Me sentía tan asustado como un niño de
cinco años.
Llevaba toda la tarde plantado
delante de aquella casa sin saber qué hacer. Dudando sobre si debía llamar o no
a mis ex compañeros y decirles que por fin tenía a ese hijo de perra. Que había
descubierto a aquel asesino. Sabía que, aunque no me creyeran, enviarían a
alguien. Era posible que incluso el propio Andrews en persona viniera hacía
aquí, aunque sólo fuera por pegarse el gustazo de reírse en mis narices cuando
todo aquello resultase ser una farsa. Todo sería más fácil si un par de
uniformados me acompañaban al interior de aquel lugar. Pero algo en mi interior
me decía que no lo hiciera. Que todo aquello era un asunto exclusivamente mío.
Algo personal en lo que no podía involucrar a nadie más.
Miré otra vez aquella casona,
perfilada contra la luna, y me estremecí. Aún podría darme la vuelta. Arrancar
el coche y largarme de allí. Cerrar la oficina y abandonar mi estúpido trabajo
de detective. Un trabajo del que apenas sacaba lo suficiente para pagar el
alquiler. Mudarme a otra ciudad, a otro estado, a cualquier otro sitio del
jodido mundo donde aquellas condenadas fotos no pudieran encontrarme. Y
olvidarme de todo. Volver a empezar.
Di otro trago a la botella,
deleitándome en la sensación de calor del licor bajando por la garganta. Quizás
pudiera huir de todo aquello, pero dudaba de que pudiera huir de mi mismo.
Acabaría obsesionado con aquella noche, con lo que quiera que pudiera haber
encontrado dentro de aquella cochambrosa casa. No podría continuar viviendo.
Por más que lo intentase. Cerré los ojos y suspiré con pesar.
Ya no podía dar marcha atrás.
Había llegado a un punto sin retorno.
Así que, con el revólver
temblequeando en la mano, avancé por aquel caminillo de tierra que llevaba al
interior de la vieja casona.
El salón de la casa era un
completo caos. El olor me golpeó con la contundencia de un puñetazo en plena
boca. Tuve que boquear asqueado hasta que pude acostumbrarme a él. Sabía que el
tipo de la llamada telefónica era un perturbado, pero ahora que veía la casa en
la que vivía temí que me había quedado corto en mi presunción. Los muebles
estaban apilados junto a las paredes sin ningún tipo de orden, la mayoría
destrozados, abandonados de tal manera que dejaran libre el centro de la sala.
En el suelo de esta, grabado de forma tosca sobre la tarima de madera, aparecía
un círculo extraño, lleno de símbolos cabalísticos y estupideces similares.
Intenté descifrar aquel galimatías, pero al hacerlo la cabeza empezó a zumbarme
por la presión. Todo aquello era desquiciante. Había manchas oscuras en el
interior de este círculo. Manchas que no me costó mucho reconocer como sangre
seca. Multitud de animales disecados colgaban de las paredes, haciendo que el
ambiente resultase aún más tétrico. Nadie en su sano juicio podría vivir en un
lugar similar.
Y no había nada más en aquella
habitación. Nada a excepción de las montañas de libros que crecían por cada
rincón libre, apilados de cualquier manera. Avancé con cuidado envuelto en
aquella penumbra malsana que cubría la habitación. La luz que se colaba por las
ventanas era tan tenue que apenas distinguía más allá del contorno de las cosas,
pero me resistía a pulsar el interruptor de la luz o a encender la linterna que
había traído conmigo. Había forzado la puerta de entrada con toda la calma que pude
reunir, tratando de no hacer el más mínimo ruido. Quería mantenerme oculto el
mayor tiempo posible.
Agarré un par de aquellos libros
y los volteé en mis manos, haciendo que la luz de la luna los bañase y me permitiera
leer los grabados de sus cantos. Vermis Mysteriis. Cultes des Goules. Necronomicón. Ninguno de aquellos títulos me
decía nada. Pasé aquellas hojas amarillentas, tratando de encontrar sentido a
los demenciales grabados que adornaban los extraños volúmenes antes de volver a
dejarlos en el lugar donde los había recogido. Todo aquello era un sinsentido
absurdo. La cabeza me dolía ahora más que nunca. Saqué las aspirinas de mi
chaqueta y me tragué otro puñado.
Examiné atentamente el resto de
la sala. El asesino tenía que estar en algún lugar de la casa. Frente a mí
había dos puertas, una de ellas destrozada. A través de esta podía ver una
cocina antigua desde la que emanaba un olor rancio y repulsivo a comida pasada.
Junto a esta, aparecía una puerta cerrada. Estudie aquella puerta sin animarme
a avanzar. Tenía miedo de lo que pudiera encontrarme detrás de ella. ¿Y si el
hombre del teléfono estaba allí? Sólo con pensarlo sentí como el cuerpo se me
tensaba y las pelotas se me encogían. Miré hacia los lados buscando otras
opciones, pero solo había unas escaleras que conducían al piso superior y,
aprovechando el propio hueco de estas, un tramo que descendía hacía el sótano
de la casa. Esas dos opciones se me antojaron aún peores que la puerta cerrada
así que, sin demorar más aquel momento, me dirigí hacia ella.
Noté el pomo pegajoso bajo las
yemas de mis dedos mientras lo giraba y tardé un rato en darme cuenta de que
era sangre lo que lo manchaba. Así que retrocedí un par de pasos, saqué el
revólver y, de una patada, reventé la puerta.
-Santa madre de Dios-el revólver
colgaba ahora inútil en mi mano fláccida. Me sentía cansado, cansado y sin
fuerzas para continuar.
Delante de mí, atado con gruesos
alambres a un colchón desvencijado, aparecía el cuerpo desnudo de un hombre.
Alguien lo había torturado, sin prisas, destrozándolo por completo. Estaba tan
machacado que apenas parecía humano. Su cuerpo estaba cubierto de cortes y
laceraciones casi en cada centímetro de su piel. Los huesos de sus brazos y
piernas sobresalían en los puntos en los que habían sido fracturados. Los dedos
de sus manos y pies eran un amasijo de carne y hueso. Sonreí con cinismo al
pensar que este pobre infeliz no podría señalar ningún número. Entonces vi las
fotos y un sudor frio recorrió mi espalda.
Docenas de fotos aparecían
clavadas con alfileres a la pared. En ellas se mostraba el proceso que había
seguido la tortura de aquel desgraciado. Su cuerpo iba mostrando los castigos
infringidos, fotografía a fotografía.
-Ma…ta…me.
El sonido me pilló tan de
improviso que casi dejé caer el revólver al suelo. Observé con horror como la cabeza
de aquel ser destrozado se giraba hacía mí. Con los ojos morados apenas
abiertos, buscándome. Su boca rota burbujeó sangre y aquel lamento se repitió.
-Mátame…te lo ruego.
Seguía vivo. Aquel hombre seguía
vivo. El pánico y la repulsión me vencieron. Giré sobre sí mismo con tanta
violencia que estuve a punto de caer al suelo. Entonces lo vi, silencioso y
desnudo, justo detrás de mí. Su cuerpo desgarbado, largo y fibroso apenas se
recortaba contra la luz de la luna que entraba por la ventana. Parecía una
sombra más en mitad de las tinieblas. Acercó su rostro al mío y grité de terror
cuando vi aquella cara inhumana.
-Al fin has llegado.
El mazo sanguinolento con el que
había destrozado al hombre de la habitación me golpeó de lleno en la cabeza.
Y todo fue oscuridad.
-¿Dónde cojones…?
Desperté en medio del salón, con
la cabeza a punto de explotar. Notaba el lado derecho húmedo y al mirar mi
chaqueta cubierta de sangre recordé el golpe del martillo. Intenté ponerme en
pie, pero gruesos alambres mordían mi carne sin compasión, anclándome a una
pesada silla de madera.
Frente a mí, en el centro exacto
de aquel circulo demencial, aparecía una tosca mesa. Sobre esta yacía el tipo
destrozado de la habitación. Suspendidas sobre nosotros por medio de finos alambres,
cientos de fotografías nos rodeaban, como fúnebres estrellas que brillaban,
recogiendo la luz que se colaba por la ventana haciendo centellear su papel
satinado.
-Me miran ¿sabes? Cada día
observo sus caras. Veo sus ojos acusándome. No quiero olvidarlos, por eso los
fotografío. Odio todo esto. Pero es necesario que lo haga. Si no queremos que
entren y lo destruyan todo.- su voz sonaba hueca y rasposa, tal y como lo había
hecho a través del teléfono- Así es como debe ser. Así es Samhain.
El asesino estaba de pie, de
espaldas a mí e inclinado sobre el tipo de la mesa. Continuaba desnudo, y pude
ver que su cuerpo era delgado, con la carne blanda y enfermiza colgando de sus
huesos. En la parte posterior de su cabeza se distinguían dos gruesas correas de
cuero. Se giró hacia mí y no pude reprimir un grito al ver de nuevo su rostro.
Una máscara metálica lo cubría.
Una máscara extraña y repulsiva, sin rasgos, apenas dos hendiduras para los
ojos y un corte desigual en la zona de la boca. No había visto ese tipo de
máscaras antes, pero su aspecto era tan amenazante que me vinieron a la mente
imágenes de torturas e inquisición.
-Eso es lo que debe hacerse. Uno
muere para que millones puedan vivir.
Sin más ceremonia levantó el mazo
y lo dejó caer con fuerza en pleno rostro del hombre de la mesa. La sangre
salpicó el cuerpo desnudo y la máscara metálica. Grité, grité con todas mis
fuerzas, sintiendo como la garganta se desgarraba y la boca se me llenaba con
el sabor cobrizo de mi propia sangre. Insulté a aquel hijo de puta,
retorciéndome en la silla para saltar sobre él y destrozarlo con mis manos, sin
hacer caso del dolor lacerante del alambre que me cortaba la piel.
-Aún no lo entiendes, pero pronto
comprenderás que es necesario –Con parsimonia empezó a forcejear con los
cierres de la máscara- Ya está. Ahora ha terminado. Durante otro año, el velo
seguirá cerrado.
-Estás loco hijo de perra. Estas
como una puta cabra. Al final te pillarán. Te van a freír por lo que estás
haciendo –Trataba de ganar tiempo mientras retorcía los brazos, sangrando sobre
el suelo. En ese momento me hubiera dado igual perder una mano, o las dos, con
tal de poder salir de allí. Aquel tipo se estaba derrumbando delante de mí. Era
consciente de que tenía los minutos contados. Tenía que moverme, que hacer algo
y deprisa.
-No lo entiendes. Esto no es
nuevo. ¡Es Shamain!- gritó- ¡El maldito Shamain que debe celebrarse año tras
año! Siempre ha sido así, y siempre lo será. Desde el inicio de los tiempos
hasta el final de la misma vida. Ellos están ahí fuera, esperando. Esta noche
tienen vía libre para venir aquí, por eso hay que engañarlos, darles un
sacrificio, para contentarlos. Para que vuelvan al sitio del que provienen y se
den por satisfechos. Al menos otro año.
-¿De qué estás hablando?- Aquel
tipo estaba totalmente ido, pero no iba a ser yo quien le metiera prisa por
terminar su relato. Quizás sólo ganase algunos minutos más de vida, pero para
mí era suficiente. Al menos podría pensar en cómo intentar escapar.
-Mira a esos imbéciles de la ciudad-
Se aproximó a la ventana y observó el exterior, con las manos colgando de los
lados y el mazo olvidado ya en el suelo- Corriendo de un lado a otro,
disfrazados como niños, paseando sus calabazas y gritando el absurdo: truco o
trato. Este es el autentico truco o trato. O hacemos un trato con ellos, o nos
destruirán. Ese es su puñetero truco. Nos devoraran sin ningún tipo de
compasión, como nuestros niños devoran los dulces y los caramelos.
-¿Quiénes? – el alambre comenzaba
a ceder. Quería gritar de dolor con cada movimiento. Sentía como el metal
rozaba los huesos de mis muñecas. El dolor me enloquecía pero seguí hablando-
No entiendo nada de lo que me dices viejo.
- ¿Preguntas quienes? Los Dioses Oscuros. Los
Primigenios. Ellos existen mucho antes de que el hombre naciera. En los
primeros siglos se alimentaron de nosotros. Cada noche del treinta y uno de
octubre, rasgaban el velo que separa nuestros dos mundos y se alimentaban a
placer de nosotros, masacrándonos en horrendos festines para saciar su hambre
eterna- el hombre tiró la máscara al suelo, donde rebotó con un sonido metálico
y se giró hacia mí. Aquel viejo me miró con ojos cansados. Su cara estaba
surcada de arrugas, que le hacían parecer mucho más viejo de lo que era en
realidad- Los celtas lo sabían. Por eso sus druidas crearon Samhain, la Noche
de Halloween. Elegían una persona, sólo una entre todos ellos, para que sufriera
el tormento de miles. Su dolor, su desesperación, sería un bocado exquisito
para estos Dioses Oscuros. El sacrificio los contentaría, los mantendría
saciados el resto de la noche mientras devoraban el alma de este elegido. El
tiempo suficiente para que el velo volviera a cerrarse y quedasen atrapados
durante otro año tras él.
Aquel tipo estaba loco.
Condenadamente loco. Reí con amargura al pensar en los psiquiatras que me
habían examinado a mí. Habrían disfrutado como niños con este desequilibrado.
Sus delirios eran tan elaborados, y la convicción con la que los relataba, tan
intensa que incluso por unos escasos segundos, su discurso pareció tener
lógica.
-Por eso te necesito. Por eso te
mandé las fotos. Sabía que acabarías encontrándome, que llegarías aquí- se
apoyó en la ventana, descansando el cuerpo con gesto atormentado mientras
observaba la luna nocturna.
-¿Por qué yo? ¿Para qué me
quieres? Según tu historia, sólo necesitas un sacrificio. Ya lo has tenido.
Míralo ahí. Muerto por tu propia mano.
El viejo se aproximó hacía mí. El
estómago se me revolvió y giré la cabeza para vomitar. Sentí la orina tratando
de escaparse.
Iba a morir.
Aquí.
Ahora.
-Porqué tú crees –me sonrió con
la sonrisa más triste que había visto en toda mi vida- Y alguien tendrá que
seguir cerrando las puertas cuando yo no esté.
Me quedé con la boca abierta
mirando como aquel anciano se agachaba frente a mí y, con extremo cuidado, empezaba
a soltar los alambres con los que me había atado a la silla.
Entonces la puerta de la casa
reventó. Las bisagras saltaron como balas hacía el interior de la sala. Bajo el
marco de la puerta, y ocupando casi todo el quicio de la misma, el teniente
Andrews nos miraba atónito, con la cara reflejando incredulidad, pero el revólver
sujeto bien firme, apuntando al anciano.
-¿Qué coño…?- pestañeó por un
segundo y pareció recuperar la compostura- Hijo de perra, ponte en pie ahora
mismo. Pon las manos sobre la cabeza y ponte de rodillas en el suelo. Harry,
tranquilo. En cuanto espose a este maricón voy a sacarte de aquí. No te
preocupes muchacho. Todo va a ir bien. No puedo creer que tuvieras razón. Jodido
Mecks…
Miré a Andrews e imaginé lo que
habría pasado. Alguien nos habría visto, a Mecks y a mí, hablando en el garaje.
Sin duda se lo había contado a Andrews, y este había presionado a Victor como
solo él sabía hacerlo. Aquel rastrero de Mecks se habría arrugado, dándole la dirección.
Y este arrogante hijo de puta se había presentado aquí. Lo conocía lo
suficientemente bien para saber qué, si se había tomado tantas molestias, sólo
podía ser por dos motivos. O bien pensaba que yo andaba detrás de los
asesinatos. O bien pretendía desquitarse conmigo por la pelea del año anterior.
Pero ahora estaba aquí, y nada de todo eso importaba. Había llegado en el
momento justo, como el providencial séptimo de caballería. Ni siquiera el
sonido de una corneta hubiera hecho más gloriosa su entrada a mis ojos.
El viejo me miró una vez más y me
sonrió de aquella manera triste tan suya.
-No dejes que vuelvan. Ahora sólo
quedas tú.
Muy despacio levantó las manos
por encima de la cabeza y las apoyó en la coronilla. Con un crujido artrítico,
sus rodillas se doblaron.
-Muy bien desgraciado. Ahora
tranquilo, voy a esposarte, y todo esto se acabará en un momen…
La boca de Andrews era enorme.
Estaba tan abierta que casi le tocaba el pecho. Se había quedado parado, en
mitad del salón, mirando embobado un punto más allá de mi espalda. Intenté
girarme, ver aquello que él estaba viendo, pero por la posición en la que aún
me encontraba, todavía atado a la silla, el movimiento resultaba imposible.
-¿Pero qué diablos se supone que
es eso?
Andrews bajó la pistola. Entonces
noté aquella sensación eléctrica invadiendo toda la habitación. Un olor pútrido
llenó la sala mientras sonidos desagradables, sonidos de desgarro, surgían
desde detrás de mí. El anciano, aún de rodillas frente a mí, se inclinó a un
lado y miró hacia el lugar del que procedía todo aquello. La expresión de
terror de su cara fue contagiosa.
-Pero…no es posible… ¡He sellado
el portal!
Me retorcí con fuerza, gritando
mientras los alambres me cortaban la carne y mi sangre teñía el suelo de la
habitación. La silla se volcó y pude rodar sobre mí mismo. Entonces vi lo que
producía aquel extraño sonido. Y deseé haberme quedado quieto, de espaldas a
aquel horror.
Lo que había allí era tan
extraño, tan ajeno a este mundo, que no existen palabras para describirlo.
Parecía como si alguien hubiera pintado un lienzo excesivamente realista, un
cuadro que mostrase la parte más alejada de aquel salón, justo donde estaba la
puerta de la habitación en la que había encontrado al hombre torturado. Y una
vez pintado, alguien había decidido que sería buena idea atravesar ese lienzo
desde atrás. Sólo que no era un lienzo lo que estábamos mirando, sino el propio
tejido de la realidad, y quien lo atravesaba, rasgándolo en trozos como si realmente
fuera una tela estirada, no era una persona. Aquellos seres deformes se
revolvían en medio de una oscuridad infinita y sin estrellas. Sus enormes
cuerpos bulbosos luchaban entre sí para abrirse paso hacía nuestro mundo. Sus
formas eran imposibles, cientos de ojos, bocas titánicas que se retorcían sobre
sí mismas, devorándose en contorsiones imposibles, tentáculos enormes que
serpenteaban húmedos, agarrando los bordes de nuestra realidad y destrozándola
con su fuerza sobrenatural. Estos eran los Dioses Oscuros a los que se había
referido aquel anciano loco.
Los Primigenios.
-Es imposible. Esto no debería
estar pasando. He dedicado mi vida entera a evitar este momento y ahora…-Las
lágrimas surcaban su rostro arrugado mientras sus ojillos recorrían frenéticos
la habitación- ¡Está vivo! Es la única explicación, el sacrificio está vivo.
–Me miró a los ojos, gritando- Tenemos que matarlo si queremos cerrar el
portal.
Salió corriendo y se dirigió al
mazo, que aún descansaba apoyado junto a la ventana. Lo levantó sin esfuerzo y
corrió hacia la mesa situada en mitad del círculo, donde todavía reposaba el
cuerpo del hombre al que había dado por muerto. Aquellos seres estaban haciendo
un agujero inmenso en nuestra realidad. Sus enormes cuerpos abotargados
empezaban a colarse hacía nuestro mundo mientras proferían gemidos de placer
con sus voces inhumanas, anticipándose al sangriento festín que les esperaba en
este lado. El anciano intentó llegar al círculo, esquivando los apéndices de
aquellos seres, que trataban de atraparle.
-Tira el martillo. Tíralo y
échate al suelo cabronazo. Para todo esto de una vez.
Me giré hacía aquella voz.
Andrews apuntaba al anciano, siguiendo la carrera de este con el cañón de su
revólver. Algo no estaba bien. Tenía los ojos desencajados de terror. La boca
rodeada de espesas babas blanquecinas. El miedo le había superado por completo.
Su mente, ante aquel horror inhumano, estaba reaccionando aferrándose a lo que
mejor sabía hacer en esta vida. Ser policía.
Ajeno a su advertencia el viejo
levantó el pesado marro sobre su cabeza, dispuesto a terminar el funesto
trabajo que había empezado. Junto a él, el sacrificio empezó a gemir, más
muerto que vivo.
El estruendo de las tres
detonaciones se impuso sobre el sonido desgarrador que profería la propia
realidad al ser violada por los Primigenios. El anciano dejó caer el mazo a sus
pies y se miró, incrédulo, las tres flores carmesíes que florecían en su pecho.
Sin emitir sonido alguno, se dejó caer poco a poco hacía el suelo.
Andrews se colocó a mi lado. Con
la cara aún descompuesta, dio un fuerte tirón y arrancó los alambres que me
retenían. El dolor fue intenso, pero la sensación de libertad que experimenté
lo cubrió por completo. Me puse en pie de un salto y me agarre al inmenso
hombro de Andrews. Ni siquiera quería volver a mirar aquel agujero en la
realidad. Ya tendríamos tiempo de preocuparnos por eso después. Ahora sólo
teníamos que escapar de allí. Sin embargo, el teniente no se movía. Miraba
incrédulo el revólver que aún humeaba entre sus manos. De aquel agujero entre
dimensiones no quedaba el menor rastro.
-Como si alguien hubiera cerrado
una ventana de golpe- seguía conmocionado. Miré la dirección que señalaba con
el dedo y vi el inmenso tentáculo que, cortado de cuajo por la mitad, aún se
retorcía en el suelo.
Junto a este, el viejo permanecía
tendido en el suelo. A pesar de las tres heridas de bala que le destrozaban el
pecho la expresión de su cara era de completa felicidad. Al final, los Dioses
Oscuros habían tenido su sacrificio. Imaginé su alma inmortal, siendo consumida
por aquellas abominaciones, como niños devorando caramelos de Halloween. Tal y
como él mismo había dicho. Y me estremecí de puro terror.
El hombre de la mesa ni siquiera
tenía algo a lo que pudiera llamarse cara. Cerré los ojos y apoyé el cañón de
mi revolver en su sien. Quiero pensar que, si aún era consciente de lo que le
rodeaba, agradeció mi gesto.
Salimos de allí y, en silencio,
observamos como las llamas consumían todo aquello. Nunca nadie sabría lo que
había sucedido en el interior de aquella casa.
El maletero de mi coche rebosaba
de libros, tan extraños como los pensamientos que bullían en el interior de mi
cabeza. Sin embargo, por primera vez en años, tenía la mente despejada. Por
pura fuerza de costumbre busqué el bote de aspirinas en mi chaqueta, antes de
sopesarlo entre las manos y arrojarlo a las llamas.
Al final solucioné mi caso, para
bien o para mal, era un círculo que terminó por cerrarse, aunque tuve que pagar
el precio por ello. Mi cordura, que ya colgaba de un hilo, terminó de caer.
Desde aquella noche he leído los libros miles de veces. El viejo tenía razón.
Esos demonios, los Dioses Oscuros, los Primigenios con los que deliraba,
existen de verdad. Se arrastran detrás del fino velo que los mantiene ocultos
de nuestros ojos, separándolos de nuestra realidad, esperando pacientemente a
que aparezca cualquier fisura entre nuestros mundos por la que poder colarse y
comenzar su festín.
Y su paciencia es eterna.
Como ellos.
Por más que leo los libros no
encuentro ninguna solución. No hay modo alguno de acabar con estos seres.
El viejo acabó teniendo razón.
Solo existe Samhain. Es lo único importante.
Así que, abro el maletero del
Ford y observo al hombre que se retuerce en el interior. Victor Mecks solloza,
pero sus lamentos quedan amortiguados por el saco que le cubre la cabeza. El
viejo acabó teniendo razón. Alguien tendría que seguir cerrando las puertas
cuando él no estuviera. ¿Qué otra cosa se podría hacer? A mi lado, el teniente
Andrews asiente en silencio, dando su conformidad a lo que está por suceder. A
través de las tinieblas, arrastramos al sacrificio hasta el nuevo altar donde,
en los años que quedan por venir, celebraremos Samhain. Andrews me tiende una
lista antes de golpearme en el hombro de forma amistosa. El también los ha
visto. También es un creyente. Sólo los peores entre todos nosotros dice. Y leo
la lista asintiendo a mi vez.
Así que esperamos, hasta que el
momento es inminente y podemos escuchar el sonido de la realidad gritando,
comenzando a rasgarse.
Entonces comienza la celebración.
Odio más que nunca el treinta y
uno de octubre.
Jodido Halloween.
Jodido Samhain.