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domingo, 27 de septiembre de 2015

LA LUNA NUNCA ES SUFICIENTE (FINAL), de José Martín Bartolomé

Sigo con mi rescate de los mejores relatos que he leído en los últimos años, tanto si se han publicado o no, son famosos o desconocidos. Empecé con Guy de Maupassant y seguí, seguí, seguí. Hoy José Martín Bartolomé, autor de SILENCIO y EL TIEMPO EN RUINAS. Podéis encontrar todo sobre él en su blog "Lo juro por mi tatuaje".
En este relato nace la figura de Silencio, un detective muy, muy especial que a mí me ha seducido y éste es uno de sus casos.


El anterior se encuentra aquí.

Para ir al principio, que no está lejos, pinchad aquí.
Y por haber tenido tanta paciencia hoy pongo dos capítulos y con ellos el final de esta interesantísima historia de Silencio, nuestro héroe.

 

(Ilustración de Vitaly S. Alexius, artista contemporáneo)





 CAPÍTULO VI

No tengo nada contra las religiones, excepto su parecido con el orgasmo, ya que nos  muestran paraísos que no pueden convertir en eternos.
Alguien dijo que si das pescado a un hombre, comerá un día, y si le enseñas a pescar, comerá todos los días. Estos vendedores de eternidad han aprendido bien la lección, y saben que es mejor dar un pescadito que enseñar a pescar, puesto que así el hambriento volverá a postrarse ante el altar, como una foca amaestrada que realiza su pirueta a cambio de la sardina fresca. Después de todo, el negocio de las religiones es el mercadeo de almas, y esas valen mucho más de lo que cuestan unos pocos pescados regalados. Sería estúpido por su parte que dedicaran su dinero a animar la economía o crear empleo en vez de crear albergues que perpetúen la baja condición de los necesitados.
Así que, en fin, resulta lógico que mantengan abiertos esos centros de atención, esos cebos para desesperados, esos hospedajes de la miseria. Lógico y útil para alguien como yo.
Tras abandonar el lugar donde la mujer lobo ardía en su indigno crematorio de basuras, busqué uno de dichos albergues, uno que mantiene no sólo su función de comedor social y alojamiento, sino también un dispensario para atender a indigentes que no puedan acceder a la sanidad pública.
Acudir a un hospital en mi actual estado, indocumentado y recién salido de una pelea, habría provocado una inmediata llamada a la policía, y tal vez ni siquiera me atendiesen. En el dispensario de las monjitas, aunque acabasen llamando a las autoridades y tuviesen menos medios, al menos conseguiría atención básica. Era todo lo que necesitaba. Un par de vendas y algo que me mantuviese en pie pese al dolor.
No tenía intención de actuar como detective aquella noche. El tiempo del detective había pasado, y llegaba el momento del cazador.

Entré en el dispensario con la cabeza gacha, arrastrando los pies y fingiendo que me costaba respirar. Tampoco es que necesitase disimular mucho.
Una chica de bata blanca, pómulos altos y labios finos y apetitosos salió a recibirme, tenso su rostro por una súbita alarma. Supuse que mi aspecto era peor de lo que yo creía.
Sin perder tiempo en formularios o entrevistas, como habría ocurrido en la sanidad pública, me llevó hasta una camilla, me ayudó a sentarme y me preguntó qué me había ocurrido.
Le conté que había sido atacado por varios perros callejeros mientras dormía en el parque del Campo Grande, que había escapado a la carrera y que al hacerlo, caí al saltar la valla que limita el parque, golpeándome con fuerza en las costillas. La historia era más creíble que la verdad y ella, como cualquiera, había oído lo suficiente sobre las muertes de las prostitutas y la teoría policial de los perros, propagada por los medios de comunicación, para creérselo. Hablé además con acento tosco y vocabulario pueblerino, tratando de parecer un vagabundo sin formación. Y hasta tosí sangre un par de veces, por cuidar los detalles.
-¿Cómo se llama usted? –preguntó la chica mientras acercaba un carrito con el material necesario para las curas.
-Me llamo Isidro –dije-, Isidro Sánchez, hermana.
-No, no soy monja –bueno es saberlo, pensé mirando la suave curva de su cuello-, soy estudiante de medicina y trabajo aquí como voluntaria.
-Es usté buena gente, señorita.
-Quítese la camisa, Isidro.
Obedecí mientras ella se ponía los guantes y preparaba el material. Mi torso tenía más arañazos que el cabecero de la cama de una suite nupcial, y la sangre seca formaba costras que se mezclaban con la suciedad del contenedor. Ella me lavó con una esponja, su olor a leche de almendras inundando mis fosas nasales, limpiando de alguna manera todo el hedor a muerte que me llenaba antes. Resultó estimulante.
-No parece un indigente –comentó en voz baja-, está usted muy bien.
Alzó la vista, repentinamente ruborizada, al darse cuenta de lo que había dicho, y yo le ofrecí mi mejor sonrisa de medio lado.
-Muy bien alimentado, quiero decir –se corrigió. Estaba preciosa cuando se sonrojaba.
-El trabajo del campo hace la carne prieta, señorita –dije yo-. He estao siempre de pastor y en la labranza, hasta que el amo vendió las tierras pa meterse a constructor y me tuve que venir a la ciudad, pero aquí no he tenio mucha suerte.
Mientras hablábamos de lo mal que estaba todo y otras obviedades, ella limpió mis heridas, abrió un armario metálico que había en la pared del fondo, sacando una jeringuilla y dos ampollas, con las que quiso anestesiarme, a lo que me negué alegando que sufría una alergia, y me puso algunas grapas en vivo. Aguanté el dolor con estoicismo y cagándome un poco en todo, aceptando ese dolor como un estímulo más, como una forma de despertar y prepararme para lo que tenía que hacer después. No podía permitirme que nada embotase mis sentidos.
-Es usté buena gente, señorita –repetí mientras ella vendaba con fuerza mi torso apaleado-, ¿cómo se llama usté? Quiero recordarla en mis oraciones.
Sonrió con dulzura. Era una monada, aunque algo meapilas. Supuse que rezarle un padrenuestro le parecía recompensa suficiente por su trabajo.
-Me llamo Rosario. Rosario Delgado.
Rosario. Nombre de iglesia, voluntariado de iglesia. Seguro que había ido a un colegio de monjas y que rezaba arrepentida después de masturbarse. Seria por el dolor y la adrenalina, pero me fue fácil imaginarla masturbándose.
-¿Ha comido usted algo, Isidro? –dijo al terminar de vendarme- . Puedo traerle algo del comedor
-Ayer comí a mediodía, señorita. Pero nunca por mucho pan fue mal año...
Sacudió la cabeza con pesar.
-Descanse un poco aquí, y no se preocupe. Me acercaré al comedor y seguro que encuentro algo para usted. Un bocadillo al menos.
-Gracias, señorita –tragué saliva con ostentación, como si la perspectiva de comer me emocionase-, no quiero molestar más...
-Tonterías. Estamos aquí para ayudar, Isidro. Descanse, que yo vuelvo enseguida.
Me ayudó a tumbarme en la camilla, sujetando mi nuca y mi pecho mientras lo hacía. Bajo la bata, unos pechos firmes rozaron mi torso, y un mechón de su pelo suelto acarició mi mejilla. Evité mirarla a los ojos.
Se marchó, dejándome solo en el pequeño dispensario. Conté hasta diez antes de levantarme, sacar mi navaja de la bota y forzar la puerta del armario de las medicinas. Cogí unas cuantas ampollas del anestésico, un par de jeringuillas y unas cajas de Adderall, un medicamento que se utiliza para combatir la narcolepsia y como antidepresivo. Contenía anfetaminas suficientes como para mantenerme en pie lo que quedaba de noche, hasta que terminase mi trabajo.
 (Imagen de Ricardo La Piettra, 2011, obtenida en google)

A esa hora, aún madrugada prendida en el anzuelo del amanecer, no había nadie por la calle, ni más sonidos que la reverberación lejana de ciertas campanas, de ciertas tumbas, sonoras como ladridos sin perro que crecen bajo el rocío prometido de un mañana que muchos no veremos.
Ella no vería ese amanecer, ni escucharía otro sonido que el de mi voz. Era lo necesario, si no lo justo.
Tragué unas cuantas píldoras de Adderall, empujándolas con un sorbo de agua en una fuente pública, y seguí camino, entre calles que destacaban en grafito y cuero repujado a medida que la droga iba acentuando mis sentidos.
Llegué a la esquina entre Gallegos y Libertad sin apenas jadear, ignorando la quemazón de mis costillas vapuleadas y el dolor de las grapas que se esforzaban en mantener unida mi carne. No era para tanto.
Por mucho que doliese, me dije recordando los dorados ojos de la licántropo, peor le iba a ir a la chica del bar.


Entré en el portal.



CAPÍTULO VII, FINAL

Por el temor de quererme
tanto como yo te quiero,
has preferido, primero,
para salvarte, perderme.
Pero está mudo e inerme
tu corazón, de tal suerte
que si no me dejas verte
es por no ver en la mía
la imagen de tu agonía:
porque mi muerte es tu muerte.

Xavier Villaurrutia

(Ilustración de Vitaly S. Alexius)
 
Me detuve un par de minutos en el portal, llenando las jeringuillas con el contenido de las ampollas de anestésico. Mis manos temblaban, torpes como un cerdo patinando sobre hielo, pero un par de respiraciones profundas y unas pocas pastillas más fueron suficientes para centrarme en lo que tenía que hacer.
Subí las escaleras despacio, intentando no hacer ruido, zambulléndome a cada paso en el dolor dormido de mis costillas. La anfetamina hacía su efecto, y pese a la boca temblorosa, la sensación de ahogo y la rabia, me sentía fuerte y centrado.


Me detuve ante la puerta de la casa, conteniendo mis ganas de derribarla de una patada y entrar como un vendaval. Por lo que sabía, era muy posible que la chica del bar estuviese tras la puerta, armada y esperándome. Mi revólver había quedado allí, listo y cargado. Aunque ella no supiese nada de armas de fuego, un disparo con una 38 Special a corta distancia no necesita puntería para reventar a un hombre.
Escuché, la oreja pegada a la madera de la puerta, durante un par de minutos. Nada. Era de suponer que mi presa estuviese despierta, esperando el regreso de la licántropo, pero ningún sonido salía de la casa. Imaginé que ella estaría en la habitación del fondo, tal vez asomada a la ventana por la que yo había huido.
¿Me habría visto llegar desde esa ventana? ¿Estaba yo tan despistado, tan drogado como para no haberme dado cuenta si así era?
Decidí pasar a la visión de segundo plano.

Ver en el segundo plano es algo lleno de ventajas, aunque no todo el mundo puede hacerlo. Yo aprendí tras mi resurrección, como aprendí muchas otras cosas sobre la realidad, de mano de mi mentor aunque no necesariamente amigo, un alemán llamado Eiszeit. Es algo que todos los despiertos y preternaturales pueden hacer, y también ciertos animales, como los gatos.
En ocasiones, un humano normal puede asomarse a esa visión, por alguna alteración emocional o la presencia de algún preternatural. Son esas ocasiones en que creéis ver una sombra justo en la periferia de vuestra visión, en que sentís un escalofrío inexplicable y una luz parece pestañear, tililar sin motivo. Son esas ocasiones en que creéis que nada extraño ocurre, y sin embargo las manos frías de otra realidad han rozado por un momento vuestra piel. Nada serio, a no ser que quieran algo de vosotros.
Al mirar en el segundo plano, las luces parecen acentuarse, y todo se cubre de una neblina brillante, molesta, pero las energías del otro lado quedan más claras, las auras se hacen visibles y el espectro se amplia enormemente.
Busqué en esa visión el aura de mi enemiga, tratando de localizarla, de situar su energía vital en la casa, hasta que me dolieron los ojos y empecé a marearme. No hubo resultados, más allá de un aura brillante, del color púrpura de las emociones fuertes –rabia, pasión, qué sé yo- que salía de la casa por cada rendija, sin que pudiera establecer un foco.

(Imagen tomada de google)
No había mucha más solución que entrar y arriesgarse. Así que saqué la navaja y forcé la puerta tan silenciosamente como pude. Después me quité las botas, cerré la puerta a mi espalda y las dejé en el suelo.
La casa era un muro de silencio difícil de franquear, una oscuridad que latía en auras solapadas, imposibles de interpretar. Avancé por el pasillo, con la navaja en la mano derecha y una jeringuilla en la izquierda. A los pocos pasos, mis pies chocaron con un bulto informe, que resultó ser mi camisa y mi chaqueta. Me agaché, recogí mi revólver, aún envuelto en la ropa, y seguí hacia la habitación llevando el arma en una mano, la navaja en la otra y la jeringuilla entre los dientes. Un hilo de baba se escurría por la comisura de mis labios, y mi mandíbula temblaba como la de un velociraptor comiendo guindillas, pero mis manos no temblaban demasiado.
Al llegar al final del pasillo, vi a la mujer del bar. Estaba tumbada en la cama, quieta como un cadáver, inerte como un cadáver. Cadáver como un cadáver.
Lo supe al primer vistazo, porque la visión en el segundo plano permite ver las auras, y no había ninguna en torno a ella. Los cuerpos muertos son, en ese sentido, objetos inertes, como muebles o piedras, que no revelan nada más que el vacío del que ya forman parte. Bajé la persiana, impidiendo el paso de la luz de la luna, y encendí la lámpara del techo.
Yacía sobre el colchón, retorcida, amoratada y seca, aún desnuda, perdido todo su atractivo en un rictus forzado, toda ella ojos abiertos y manos crispadas.
-¿Qué has hecho, maldita mora? ¿En quién me vengo yo ahora? –murmuré sin pensar ni darme cuenta de la referencia.
Guardé jeringuilla, navaja y revólver y fui hasta la cocina. Me puse unos guantes de fregar que me quedaban pequeños y regresé al dormitorio.
Un rápido examen parecía indicar que no había heridas ni traumatismos causantes de la muerte. Piel azulada, boca abierta, hilos de saliva ya casi seca, todo indicaba que había muerto asfixiada, pero no había señales de estrangulamiento. Miré con atención sus labios y la piel alrededor, por si se notaba la presión de una mano o una almohada, pero tampoco había nada allí. Ni en el segundo plano ni en la visión normal.
Era como si se hubiese ahogado por algo que se tragó. Por algo atascado en su garganta. Estuve a punto de rajar su cuello y buscar en el interior, pero resultaba demasiado casual, demasiado raro, que ambas hubiesen muerto de la misma manera, casi al mismo tiempo. Había una explicación más irracional, más mágica, y por tanto más probable.
El registro de la casa me llevó un buen rato, o al menos así me lo pareció, aunque las drogas deformaban mi percepción del tiempo. Tras un falso fondo del armario había una pequeña estantería, con algunos botes conteniendo plantas secas, objetos varios y, lo que a mi me interesaba, un pequeño altar de bruja en el que una raíz de mandrágora, con su curiosa forma humanoide, yacía sobre un pañuelo de seda en el que había bordados varios símbolos cabalísticos, rodeada de hojas y flores varias, de ampollas de sangre que supuse pertenecía a las víctimas, y con varios mechones de pelo –humano y de lobo- atados a ella.
La raíz estaba rota, desgarrada por la mitad. El vínculo entre ambas mujeres, mucho más poderoso de lo que yo había supuesto, se había prolongado hasta más allá de la muerte de una de ellas, y el hechizo de ligazón que aquel altar representaba provocó la muerte de la chica del bar cuando yo acabé con la mujer lobo.

(Pintura de Alice X. Zhang, pintora contemporánea) 
 
Para la chica del bar habría sido una buena forma de prolongar su propia vida más allá de lo natural, protegida y ligada a la inmortal fuerza de la licántropo. Hasta que llegué yo, claro.
Me pregunté por un momento que habría pensado don Ramón de aquél retablo de avaricia, lujuria y muerte, y después busqué una bolsa para llevarme todo aquello. Algunas cosas podrían serme útiles en el futuro, y el resto, empezando por el altar de bruja, debía ser destruido.
Limpié todos los lugares donde pudiera haber dejado huellas, incluyendo el cuerpo de la mujer, que lavé con lejía en la bañera y dejé allí, sumergido como si se hubiera ahogado, aunque sabía que no iba a engañar a ningún forense competente, y abandoné la casa llevándome todo lo que había dejado en mi primera visita, además de lo que las brujas guardaban en su estante.
Aún desorientado por el dolor, las drogas que ensuciaban mi sangre y la falta de sueño, dejé atrás la calle con mi mochila llena de objetos raros y respuestas aún más raras.
Había solucionado el caso, había acabado con  la mujer lobo y, de paso, con la bruja. Las Gretel de Valladolid ya podían caminar tranquilas, y doña María podría tal vez olvidar su rabia y vivir una pena más tranquila, más humana.
Sin embargo, para la chica del bar y la licántropo la historia había acabado. Su historia de amor, de lujuria, de búsqueda egoísta de la eternidad, de lo que fuese, se terminaba allí, ahogada en plata y rabia.
No podía acusarlas por buscar la inmortalidad, aún en la forma monstruosa en que lo habían hecho, no podía juzgar el deseo de permanencia de aquellas criaturas, pues es un deseo humano, el de vivir, el de prevalecer, que todos alentamos en nuestro interior, que forma parte de nuestra naturaleza como forma parte de la naturaleza del lobo el éxtasis de la caza. La diferencia es que ellas habían encontrado la manera de hacerlo. Y que esa manera exigía la sangre de otros.
Pensé entonces, mientras recorría las calles abandonadas por la luna que el sol empezaba a pintar de colores, que había callado el tañido de las campanas, que mi mundo volvía  a ser el de los barrenderos perezosos y los currantes madrugadores que me cruzaba a aquellas horas tempranas, el de los camareros que abren pronto, sin más magia que la pócima oscura de un café recién hecho. No más brujas por ahora, gracias.
Mientras entraba en mi pensión y pedía en la barra un café con churros, me permití una sonrisa. El caso estaba cerrado.

                 FIN




 

viernes, 25 de septiembre de 2015

LA LUNA NUNCA ES SUFICIENTE V, de José Martín Bartolomé



Sigo con mi rescate de los mejores relatos que he leído en los últimos años, tanto si se han publicado o no, son famosos o desconocidos. Empecé con Guy de Maupassant y seguí, seguí, seguí. Hoy José Martín Bartolomé, autor de SILENCIO y EL TIEMPO EN RUINAS. Podéis encontrar todo sobre él en su blog "Lo juro por mi tatuaje".
En este relato nace la figura de Silencio, un detective muy, muy especial que a mí me ha seducido y éste es uno de sus casos.
El anterior se encuentra aquí. 
Para ir al principio, que no está lejos, pinchad aquí.

 (Imagen encontrada en google)


 
CAPÍTULO V

El monstruo llegó hasta la esquina. Me mantuve quieto y en silencio. Atacó a los vagabundos mientras yo escapaba. Llegué al hotel, me armé y conseguí cazar a la bestia. Los vagabundos murieron destrozados, aunque a nadie le importó.


No pasó nada de eso.
El monstruo llegó hasta la esquina. Cuando escuché su bronca respiración junto al contenedor, aferré con fuerza la tubería en una mano y una bolsa de basura en la otra, me puse en pie abriendo la tapa con el impulso de mi cuerpo y golpeé a la cosa con la bolsa, tratando de distraerla el tiempo suficiente como para salir del contenedor.
Sus reflejos, mucho mejores que los de un humano o un lobo, le permitieron esquivar mi absurdo ataque y golpearme con un revés de su mano derecha, con la fuerza suficiente como para sacarme del contenedor y arrojarme en medio de la calle.
Bueno, al menos no se había preocupado de los dos sintecho.
La cosa estaba encima de mi antes de que tuviese tiempo de levantarme, y lancé una patada a ciegas, estirando la pierna y tratando de girar el cuerpo al golpear. Alcancé su hocico, lo que sirvió para cabrearla un poco más, y me puse en pie. Lanzó un manotazo, apenas un bofetón, que me pilló de lleno en la cabeza y me hizo volar contra la pared más cercana, aturdido y mareado.
No tenía fuerzas ni oportunidad de escapar corriendo, la pequeña navaja seguía en mi bota y la tubería de PVC era lo más parecido a un arma que tenia a mano. La situación empezó a preocuparme seriamente.
Sacudí la cabeza para despejarme, y me quedé mirando a la mujer lobo. Estaba frente a mí, agazapada, casi juguetona. Sabía que su presa estaba acorralada, y era sólo cuestión de rematar la faena.
Pensé a toda leche, pero no veía ninguna salida. Me ardía la cabeza, y notaba el sabor a sangre en mi garganta. El peso de la medalla en mi pecho habría rendido al mismo Frodo, y me dolían las costillas por el golpe en el tejado. Posiblemente, tuviese alguna rota. Bueno, menos tendría que masticar la cosa. Visto lo visto, no quedaba mucha más opción que morir con cierto estilo. No queda sino batirse, y todo eso.
Me lancé de frente a por la licántropo.

Se limitó a abrir sus largos brazos, cerrándolos sobre mí cuando estaba a punto de embestirla, y apretó con fuerza. Al menos, pensé al oír el crujido, ahora podía estar seguro sobre lo de mis costillas rotas.
Abrió una boca grande como un túnel de metro, llevándome hacia ella. Yo apenas podía respirar, y el dolor que comprimía mis pulmones y atenazaba mis huesos era demasiado como para aguantar sin desvanecerme. Mejor desmayarse antes de que esos dientes se cerrasen sobre mí.
Aún tenía la tubería en la mano, así que hice lo único que podía hacer. Alcé los brazos sobre mi cabeza, sujetando la tubería con el lado roto hacia abajo, y los bajé con todas mis fuerzas, clavando mi ridícula lanza en la boca de la cosa.
Apretó con más fuerza al sentir el súbito dolor en su garganta, aunque por puro acto reflejo mantuvo la boca abierta. Eso fue una suerte, porque mis manos estaban entre sus colmillos.
Sin soltarme, la licántropo retrocedió un par de pasos, sacudiendo la cabeza y tosiendo desde el fondo de la garganta. Supuse que el dolor era intenso, aunque no lo suficiente, ni de lejos, como para detenerla. En cuanto lograse escupir, yo estaría muerto.
Mi siguiente paso fue simple inspiración, uno de esas ideas irracionales que vienen a la cabeza por puro instinto, y que resultan bien en contadas ocasiones.
Me mordí con fuerza los labios, tratando de alejarme del entumecimiento que la presión sobre mis costillas y la falta de aire estaban provocándome, y me arranqué la medalla de plata con una mano, mientras con la otra trataba de mantener la tubería clavada en la boca de la bestia.
Introduje la medalla por la tubería, dejando que se deslizase hacia abajo, un segundo antes de que la licántropo cerrase la boca con fuerza, destrozando el extremo de la tubería y casi amputando mis dedos, que retiré justo a tiempo.
La medalla llegó a su garganta, provocando una dolorosa quemazón en su boca. Me soltó y se llevó las garras al cuello, mientras yo caía sobre su cabeza. Más por rabia que por haberlo pensado, me agarré al hocico cerrado, abrazándome con las pocas fuerzas que me quedaban para tratar de que no escupiese la medalla, mientras la bestia se arañaba con desesperación, intentando librarse de aquél dolor insoportable, del ahogo ardiente que la plata provocaba en su carne.
Los siguientes minutos fueron una agonía silenciosa, en la que la mujer lobo trató de escupir la medalla atrancada en su garganta, y yo de impedir que abriese la boca. Cambiamos golpes y arañazos, cada vez más débiles por parte de ambos, mientras su gruñido ahogado se transformaba en una suerte de sollozo contenido. Cayó de rodillas, arrastrándome con ella, luchando ambos por sujetar al otro, por imponernos en la lucha, con la debilidad ridícula de dos gallos de pelea malheridos. En los últimos instantes, la mujer lobo cayó sobre su espalda, y yo quedé encima de su pecho, mis dos manos aferradas al hocico por cuyas comisuras burbujeaba la sangre que trataba de vomitar. Mis ojos quedaron fijos en los suyos, y durante aquellos largos segundos de agonía en que sangramos juntos, mi nariz pegada a su hocico, pude ver lo que pasaba por su mente, cada vez más lejana a la bestia y más cercana a la mujer, a medida que la muerte definitiva tomaba posesión de ella.
Mientras moría, un sonido de campanas tristes, ancianas, fúnebres, llenaba mis oídos, proveniente tal vez de los latidos de mi propio corazón, tal vez de alguna iglesia lejana, o tal vez de algún punto más allá del velo. 
Al final ella no era más, ni menos, que una mujer frustrada, traicionada una y mil veces por aquella a quien amó, llevada por los celos y la rabia como podría haberlo sido cualquier otra persona. No era más, ni menos, que una mujer engañada, que había luchado con las armas a su alcance. El problema era que sus armas consistían en garras de diez centímetros y colmillos afilados.
Murió escupiendo sangre, ahogada por el veneno y la quemadura de la plata, con la garganta hinchada como por una reacción alérgica, abrasándose desde dentro. Murió arañando sin fuerza ni objetivo el suelo a su alrededor, mi espalda desnuda y su propia carne, tratando de desgarrar su garganta para sacarse aquél fuego de dentro.
Murió mirándome a los ojos.
En el segundo anterior a su último suspiro, aquellos ojos perdieron su color dorado, salvaje, y se transformaron en ojos humanos, brillantes por las lágrimas y el dolor, los ojos de una mujer. Seguí sujetando su hocico con fuerza, ignorando a la persona que había bajo la bestia.
Después, el cuerpo cambió de nuevo. Su hocico escapó de mi presa, encogiéndose, convirtiéndose de nuevo en la boca hermosa y firme de una mujer. Mientras yo me apartaba, rodando a un lado, la licántropo perdió su forma casi animal y se convirtió de nuevo en un ser humano.

Todo mi cuerpo temblaba mientras arrastraba su cuerpo hasta la entrada del callejón, alejándome de la luz. No llegaba ningún sonido desde el fondo de la calleja, ni se veía ya la brasa de los cigarros. Recé porque los vagabundos estuviesen dormidos, aunque era difícil que me viesen, atrincherado tras el contenedor.
Mi siguiente paso fue el más desagradable. No podía dejar la medalla de mi cliente en el cadáver de la mujer, dado el riesgo de que la policía lo encontrase y, tal vez, vinculase el asesinato con María. Ninguna prueba forense demostraría que el cuerpo era el de un licántropo, y tampoco había ningún testimonio capaz de convencer a las autoridades. Para ellos, quedaría como un asesinato sin pruebas. Si es que yo las borraba adecuadamente.
En completo silencio, boqueando para respirar y tratando de no desmayarme de puro agotamiento, saqué la navaja de mi bota y rajé la garganta de la mujer con un corte longitudinal. Después, venciendo cualquier reparo que pudiera quedarme, introduje mi mano hasta dar con la medalla. La carne alrededor estaba hinchada y quemada, como si hubiera tragado carbones encendidos. Tuve que hacerme sitio con la navaja.
Mientras trabajaba, un dúo de ronquidos llegó desde el fondo del callejón. Bien. Los vagabundos dormían el sueño de los justos, o de los indefensos.
Tras recuperar la medalla me acerqué hasta ellos, dos bultos informes cubiertos por mantas viejas y sucias, tiesas como placas de pladur. El picante olor de la marihuana y las botellas de vino barato vacías junto a ellos explicaban su inconsciencia. Al menos ellos podían dormir sin sueños de sangre y lobos.
Cogí la gastada mochila que había junto a ellos y volví al contenedor de basura. En la mochila encontré lo que necesitaba; una camisa, vieja y sólo aproximadamente limpia, que me puse para tapar mis heridas y la sangre, mía y de la mujer, que me cubría. Había también un paquete de tabaco, gastado a medias, y varios mecheros.
Abrí el contenedor, sacando algunas bolsas de basura de su interior, y levanté el cadáver pese al grito furioso de mis costillas castigadas, depositándolo en el interior. Después, prendí fuego con el mechero a las bolsas que había sacado, dejándolas alrededor y encima del cuerpo. Supuse que el fuego y el olor dulzón de la carne humana quemándose alertarían a los vagabundos, pero no me importaba demasiado.
Después de todo, ni mis huellas ni mi ADN están en ningún fichero, es algo referente a la resurrección y la renovación que esto provoca. Algo técnico. Y dificultar la identificación del cuerpo a la policía me daría tiempo para llegar antes que ellos a la chica del bar.
Mientras el fuego crecía, llenando la noche de humo negro y maloliente, me alejé del callejón, deteniéndome sólo para encender uno de los cigarrillos robado a los indigentes.
Había acabado con la loba. Ahora, le tocaba a la zorra.                                                                                                                                                                                                              (continúa y acaba aquí mismo).