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viernes, 25 de septiembre de 2015

LA LUNA NUNCA ES SUFICIENTE V, de José Martín Bartolomé



Sigo con mi rescate de los mejores relatos que he leído en los últimos años, tanto si se han publicado o no, son famosos o desconocidos. Empecé con Guy de Maupassant y seguí, seguí, seguí. Hoy José Martín Bartolomé, autor de SILENCIO y EL TIEMPO EN RUINAS. Podéis encontrar todo sobre él en su blog "Lo juro por mi tatuaje".
En este relato nace la figura de Silencio, un detective muy, muy especial que a mí me ha seducido y éste es uno de sus casos.
El anterior se encuentra aquí. 
Para ir al principio, que no está lejos, pinchad aquí.

 (Imagen encontrada en google)


 
CAPÍTULO V

El monstruo llegó hasta la esquina. Me mantuve quieto y en silencio. Atacó a los vagabundos mientras yo escapaba. Llegué al hotel, me armé y conseguí cazar a la bestia. Los vagabundos murieron destrozados, aunque a nadie le importó.


No pasó nada de eso.
El monstruo llegó hasta la esquina. Cuando escuché su bronca respiración junto al contenedor, aferré con fuerza la tubería en una mano y una bolsa de basura en la otra, me puse en pie abriendo la tapa con el impulso de mi cuerpo y golpeé a la cosa con la bolsa, tratando de distraerla el tiempo suficiente como para salir del contenedor.
Sus reflejos, mucho mejores que los de un humano o un lobo, le permitieron esquivar mi absurdo ataque y golpearme con un revés de su mano derecha, con la fuerza suficiente como para sacarme del contenedor y arrojarme en medio de la calle.
Bueno, al menos no se había preocupado de los dos sintecho.
La cosa estaba encima de mi antes de que tuviese tiempo de levantarme, y lancé una patada a ciegas, estirando la pierna y tratando de girar el cuerpo al golpear. Alcancé su hocico, lo que sirvió para cabrearla un poco más, y me puse en pie. Lanzó un manotazo, apenas un bofetón, que me pilló de lleno en la cabeza y me hizo volar contra la pared más cercana, aturdido y mareado.
No tenía fuerzas ni oportunidad de escapar corriendo, la pequeña navaja seguía en mi bota y la tubería de PVC era lo más parecido a un arma que tenia a mano. La situación empezó a preocuparme seriamente.
Sacudí la cabeza para despejarme, y me quedé mirando a la mujer lobo. Estaba frente a mí, agazapada, casi juguetona. Sabía que su presa estaba acorralada, y era sólo cuestión de rematar la faena.
Pensé a toda leche, pero no veía ninguna salida. Me ardía la cabeza, y notaba el sabor a sangre en mi garganta. El peso de la medalla en mi pecho habría rendido al mismo Frodo, y me dolían las costillas por el golpe en el tejado. Posiblemente, tuviese alguna rota. Bueno, menos tendría que masticar la cosa. Visto lo visto, no quedaba mucha más opción que morir con cierto estilo. No queda sino batirse, y todo eso.
Me lancé de frente a por la licántropo.

Se limitó a abrir sus largos brazos, cerrándolos sobre mí cuando estaba a punto de embestirla, y apretó con fuerza. Al menos, pensé al oír el crujido, ahora podía estar seguro sobre lo de mis costillas rotas.
Abrió una boca grande como un túnel de metro, llevándome hacia ella. Yo apenas podía respirar, y el dolor que comprimía mis pulmones y atenazaba mis huesos era demasiado como para aguantar sin desvanecerme. Mejor desmayarse antes de que esos dientes se cerrasen sobre mí.
Aún tenía la tubería en la mano, así que hice lo único que podía hacer. Alcé los brazos sobre mi cabeza, sujetando la tubería con el lado roto hacia abajo, y los bajé con todas mis fuerzas, clavando mi ridícula lanza en la boca de la cosa.
Apretó con más fuerza al sentir el súbito dolor en su garganta, aunque por puro acto reflejo mantuvo la boca abierta. Eso fue una suerte, porque mis manos estaban entre sus colmillos.
Sin soltarme, la licántropo retrocedió un par de pasos, sacudiendo la cabeza y tosiendo desde el fondo de la garganta. Supuse que el dolor era intenso, aunque no lo suficiente, ni de lejos, como para detenerla. En cuanto lograse escupir, yo estaría muerto.
Mi siguiente paso fue simple inspiración, uno de esas ideas irracionales que vienen a la cabeza por puro instinto, y que resultan bien en contadas ocasiones.
Me mordí con fuerza los labios, tratando de alejarme del entumecimiento que la presión sobre mis costillas y la falta de aire estaban provocándome, y me arranqué la medalla de plata con una mano, mientras con la otra trataba de mantener la tubería clavada en la boca de la bestia.
Introduje la medalla por la tubería, dejando que se deslizase hacia abajo, un segundo antes de que la licántropo cerrase la boca con fuerza, destrozando el extremo de la tubería y casi amputando mis dedos, que retiré justo a tiempo.
La medalla llegó a su garganta, provocando una dolorosa quemazón en su boca. Me soltó y se llevó las garras al cuello, mientras yo caía sobre su cabeza. Más por rabia que por haberlo pensado, me agarré al hocico cerrado, abrazándome con las pocas fuerzas que me quedaban para tratar de que no escupiese la medalla, mientras la bestia se arañaba con desesperación, intentando librarse de aquél dolor insoportable, del ahogo ardiente que la plata provocaba en su carne.
Los siguientes minutos fueron una agonía silenciosa, en la que la mujer lobo trató de escupir la medalla atrancada en su garganta, y yo de impedir que abriese la boca. Cambiamos golpes y arañazos, cada vez más débiles por parte de ambos, mientras su gruñido ahogado se transformaba en una suerte de sollozo contenido. Cayó de rodillas, arrastrándome con ella, luchando ambos por sujetar al otro, por imponernos en la lucha, con la debilidad ridícula de dos gallos de pelea malheridos. En los últimos instantes, la mujer lobo cayó sobre su espalda, y yo quedé encima de su pecho, mis dos manos aferradas al hocico por cuyas comisuras burbujeaba la sangre que trataba de vomitar. Mis ojos quedaron fijos en los suyos, y durante aquellos largos segundos de agonía en que sangramos juntos, mi nariz pegada a su hocico, pude ver lo que pasaba por su mente, cada vez más lejana a la bestia y más cercana a la mujer, a medida que la muerte definitiva tomaba posesión de ella.
Mientras moría, un sonido de campanas tristes, ancianas, fúnebres, llenaba mis oídos, proveniente tal vez de los latidos de mi propio corazón, tal vez de alguna iglesia lejana, o tal vez de algún punto más allá del velo. 
Al final ella no era más, ni menos, que una mujer frustrada, traicionada una y mil veces por aquella a quien amó, llevada por los celos y la rabia como podría haberlo sido cualquier otra persona. No era más, ni menos, que una mujer engañada, que había luchado con las armas a su alcance. El problema era que sus armas consistían en garras de diez centímetros y colmillos afilados.
Murió escupiendo sangre, ahogada por el veneno y la quemadura de la plata, con la garganta hinchada como por una reacción alérgica, abrasándose desde dentro. Murió arañando sin fuerza ni objetivo el suelo a su alrededor, mi espalda desnuda y su propia carne, tratando de desgarrar su garganta para sacarse aquél fuego de dentro.
Murió mirándome a los ojos.
En el segundo anterior a su último suspiro, aquellos ojos perdieron su color dorado, salvaje, y se transformaron en ojos humanos, brillantes por las lágrimas y el dolor, los ojos de una mujer. Seguí sujetando su hocico con fuerza, ignorando a la persona que había bajo la bestia.
Después, el cuerpo cambió de nuevo. Su hocico escapó de mi presa, encogiéndose, convirtiéndose de nuevo en la boca hermosa y firme de una mujer. Mientras yo me apartaba, rodando a un lado, la licántropo perdió su forma casi animal y se convirtió de nuevo en un ser humano.

Todo mi cuerpo temblaba mientras arrastraba su cuerpo hasta la entrada del callejón, alejándome de la luz. No llegaba ningún sonido desde el fondo de la calleja, ni se veía ya la brasa de los cigarros. Recé porque los vagabundos estuviesen dormidos, aunque era difícil que me viesen, atrincherado tras el contenedor.
Mi siguiente paso fue el más desagradable. No podía dejar la medalla de mi cliente en el cadáver de la mujer, dado el riesgo de que la policía lo encontrase y, tal vez, vinculase el asesinato con María. Ninguna prueba forense demostraría que el cuerpo era el de un licántropo, y tampoco había ningún testimonio capaz de convencer a las autoridades. Para ellos, quedaría como un asesinato sin pruebas. Si es que yo las borraba adecuadamente.
En completo silencio, boqueando para respirar y tratando de no desmayarme de puro agotamiento, saqué la navaja de mi bota y rajé la garganta de la mujer con un corte longitudinal. Después, venciendo cualquier reparo que pudiera quedarme, introduje mi mano hasta dar con la medalla. La carne alrededor estaba hinchada y quemada, como si hubiera tragado carbones encendidos. Tuve que hacerme sitio con la navaja.
Mientras trabajaba, un dúo de ronquidos llegó desde el fondo del callejón. Bien. Los vagabundos dormían el sueño de los justos, o de los indefensos.
Tras recuperar la medalla me acerqué hasta ellos, dos bultos informes cubiertos por mantas viejas y sucias, tiesas como placas de pladur. El picante olor de la marihuana y las botellas de vino barato vacías junto a ellos explicaban su inconsciencia. Al menos ellos podían dormir sin sueños de sangre y lobos.
Cogí la gastada mochila que había junto a ellos y volví al contenedor de basura. En la mochila encontré lo que necesitaba; una camisa, vieja y sólo aproximadamente limpia, que me puse para tapar mis heridas y la sangre, mía y de la mujer, que me cubría. Había también un paquete de tabaco, gastado a medias, y varios mecheros.
Abrí el contenedor, sacando algunas bolsas de basura de su interior, y levanté el cadáver pese al grito furioso de mis costillas castigadas, depositándolo en el interior. Después, prendí fuego con el mechero a las bolsas que había sacado, dejándolas alrededor y encima del cuerpo. Supuse que el fuego y el olor dulzón de la carne humana quemándose alertarían a los vagabundos, pero no me importaba demasiado.
Después de todo, ni mis huellas ni mi ADN están en ningún fichero, es algo referente a la resurrección y la renovación que esto provoca. Algo técnico. Y dificultar la identificación del cuerpo a la policía me daría tiempo para llegar antes que ellos a la chica del bar.
Mientras el fuego crecía, llenando la noche de humo negro y maloliente, me alejé del callejón, deteniéndome sólo para encender uno de los cigarrillos robado a los indigentes.
Había acabado con la loba. Ahora, le tocaba a la zorra.                                                                                                                                                                                                              (continúa y acaba aquí mismo).                                                                                                                           

6 comentarios:

  1. Hombre no ha sido muy adecuado leerlo antes de dormir pero ganó la curiosidad de ver como seguía.... ufff menuda pelea!!! Dormiré hoy o veré lobos????.ch. En todo caso será culpa tuya. Jajajaja Gracias por compartir y ya mismo el siguiente!!!

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    1. Pues no, bonita. No es el adecuado para leer antes de dormir, jajajajajaja...
      Yo pienso que en cualquier caso si no puedes dormir será por mi culpa, jajajaja...
      Gracias por comentar, Isabelle, de parte mía y del autor al que publico.

      Un abrazo.

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  2. Hombre no ha sido muy adecuado leerlo antes de dormir pero ganó la curiosidad de ver como seguía.... ufff menuda pelea!!! Dormiré hoy o veré lobos????.ch. En todo caso será culpa tuya. Jajajaja Gracias por compartir y ya mismo el siguiente!!!

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    1. Gracias por tu comentario doble, jajajajaja... Se me había olvidado darte las gracias por tu pregón, jejejejeje...

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