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jueves, 23 de julio de 2015

SAMHAIN (Primera parte), de Sergio Pérez-Corvo

Los que conocéis este blog y para los que no, es harto difícil que yo publique relatos u otros fragmentos literarios de otras personas, salvo que sea en reconocimiento a su obra, como es el caso.
Hace un mes más o menos, cayó en mis manos Amanecer Pulp 2013, una revista literaria de un género que la mayor parte de las personas desconoce. Esta publicación está formada por relatos de varios autores y tras leerlos todos, hubo uno que me impactó por encima de los demás. Y eso que el nivel literario de los que le acompañaban es notable. Este SAMHAIN, de Sergio Pérez-Corvo merece la pena leerse. Os dejará con un regusto muy particular y alterará vuestra comprensión de la Noche de Halloween o Samhain. Por eso lo comparto con vosotros

Pedí permiso a su autor para publicarla y se prestó solícito a pasarme el original. Como es tan largo he tenido que dividirlo en dos partes, pero las publicaré enseguida.

Si estáis interesados en leerlos todos (yo os lo recomiendo), aquí podéis descargarlos GRATIS.

 (Pintura de Barry Ross Smith)

 



Samhain

Por Sergio Pérez-Corvo



Cuando desperté y abrí los ojos, las tres fotografías seguían sobre el escritorio de mi oficina. Por más que miraba a aquel trío de hombres muertos, no conseguía entender nada. Los dedos extendidos de sus manos, formando un dos, un cuatro y un nueve, no tenían significado alguno para mí. El tiempo se me estaba acabando, y allí estaba yo, estancado y sin saber cómo continuar con todo aquello. Tenía ganas de gritar, de romper las fotografías y lanzar los pedazos por la ventana. Pero eso no serviría de gran cosa. De un manotazo barrí la mesa, lanzando las fotografías al suelo y me dejé caer sobre la destrozada silla. Sentía la cabeza a punto de explotar. Abrí uno de los cajones del escritorio y me serví una generosa medida de ginebra, confiando en que al menos me aliviase en aquellas horas de mierda.

Esperanzado, miré el reloj que colgaba de la pared, rogando a Dios para que aquella locura hubiera terminado al fin. Para que aquel día maldito hubiera acabado. Para que no recibiera otra nueva foto esta vez. Pero mi siesta involuntaria no había durado tanto como habría deseado. La noche no había hecho más que empezar. Todavía quedaba tiempo más que suficiente para que aquel desgraciado jugase su siniestro juego una vez más.

Entonces, tal y como no podía ser de otra manera, el teléfono que descansaba sobre la mesa comenzó a sonar.

-Harry, soy Mecks- el hombre hizo una pausa e incluso a través del teléfono pude escuchar el sonido de su estómago revuelto- Mierda santa, es otro de los tuyos.

Sentí como la bilis ascendía por mi garganta, quemándome como ácido de batería.

-¿Dónde?- Abrí un cajón y a tientas empecé a buscar el bote de aspirinas. Iba a necesitarlo. Un enano loco había decidido derribar a martillazos el interior de mi cabeza.

-Un motelucho abandonado de las afueras, en las colinas de San Bernardino- Mecks hizo otra pausa antes de continuar- Ni se te ocurra largarle a Andrews que te he avisado yo. Soy de los pocos amigos que aún te quedan aquí, así que Harry, no me jodas. Tú ve, y haz lo que debas, eso es asunto tuyo. Pero no largues más de la cuenta. Ya hablaremos del tema del dinero en otro momento.

La rabia y la impotencia crecían dentro de mí a partes iguales, saturándome, haciendo que mi cabeza girase como en la peor de mis resacas.

-Tranquilo muchacho. Tus huevos están a salvo conmigo.

Estrellé el auricular contra la horquilla, maldiciendo mi mala suerte y al Dios que decidía que, año tras año, tenía que mearse sobre mí. Me puse en pie, recogí el abrigo y el sombrero que colgaban del perchero.

Otra de aquellas noches de mierda acababa de empezar.



---

En el mismo instante en que vi el motel abandonado supe que olería a meados rancios y a miseria. Eso era siempre lo peor en la escena de un crimen, el olor que lo impregnaba todo. Los agentes uniformados corrían de un lado a otro como pollos descabezados, esforzándose por colocar las vallas de madera lo más rápido posible, luchando por mantener a la chusma fuera del edificio. Aún así, el estacionamiento del motel estaba más abarrotado que en último estreno de Hollywood. Como buitres ansiosos de carroña, aquellos jodidos necrófilos habían llegado incluso hasta aquel lugar dejado de la mano de Dios, atraídos por las luces y las sirenas como las moscas por la mierda.

Aparqué el coche y respiré hondo antes de bajar al frio de la noche. Tamborileé con los dedos en el salpicadero del Ford. Aún olía a nuevo. Ese Ford 51 era lo único que había sacado bueno de todo aquel asunto. El dinero de mi jubilación invertido en un trozo de metal de un bonito color rojo chillón. Abrí la guantera y le di un buen trago a la botella de las emergencias. Miré el tétrico hotel. No tenía ganas de entrar allí dentro, no quería que todo empezara otra vez, pero que lo hiciera o no, no cambiaría lo que había sucedido allí. Así que bajé del coche. Caía una fina llovizna helada que me empapó en segundos, pero no me importó, aquel frio me despejaba la cabeza. Resguardada por el ala de mi sombrero, la brasa del cigarro continuaba ardiendo. Y eso estaba bien. Mis nervios iban a necesitar toda la ayuda posible cuando entrase en aquel motel. Aquella iba a ser una noche asquerosa, pero eso ya no era ninguna sorpresa para mí. Llevaba un año entero esperando este momento. Sabía, sin lugar a dudas, lo que me encontraría aguardándome en el interior de aquella habitación.

Me acerqué al uniformado que tiritaba bajo la lluvia mientras controlaba el paso a la escena del crimen.

-Buenas noches muchacho –Estudié su cara, tratando de recordarle de mis tiempos en la comisaría. Mientras extendí la mano hacía él, con la palma ahuecada y un billete de veinte asomando por ella. Me dio un fuerte apretón y el billete desapareció como por arte de magia- ¿Qué tenemos ahí dentro?

-Una jodida aberración. Eso es lo que hay allí.

El policía se quedó mirándome en silencio, con la piel blanca y el olor del vómito reciente aún en su aliento. Me estudiaba de arriba abajo, sin duda preguntándose quién era.

-La prensa no puede pasar. Lo sabe tan bien como yo. ¿Por qué siempre insisten?

Le enseñé mi placa de detective y sonrió con desdén al reconocerme. Sin duda mi leyenda negra había continuado viva a pesar de los años que habían pasado desde que me expulsaron de la policía.

-Dumond. Así que lo que cuentan de ti es verdad, ¿no? Dicen que aún estas obsesionado con todo esto.

Me encogí de hombros como única respuesta y le ofrecí un cigarrillo que rechazó.

-No te importa que eche un vistazo, ¿verdad?

-Haz lo que quieras, las pesadillas serán sólo tuyas.

Así que empecé a masticar aspirinas, tragándome aquella pasta amarga mientras me dirigía a la entrada de aquel motelucho abandonado. La puerta de la habitación me recibió con la sonrisa de complicidad de un viejo amigo.

Odiaba la noche del treinta y uno de octubre con toda mi alma. El jodido Halloween era como una ortiga metida bien profunda dentro de mi culo. Y no es porque fuera la noche en la que todos los lunáticos de Los Ángeles decidieran que era buena idea pasearse disfrazados, aullando bajo la luna y pegándole fuego al mundo entero. Eso podría haberlo soportado. Era por esto. Como cada puto treinta y uno de octubre, desde hacía quince años, me encontraba con aquello. Con mi propio pasatiempo particular. Un hobbie macabro que me había costado una carrera y un matrimonio.

Lo que encontré en el interior de aquella habitación de motel hacía que las descripciones del infierno que se narraban en la Divina Comedia se convirtieran en material escolar. Sesos, carne y piel por todas partes. Un charco de sangre de casi medio metro acumulándose en el suelo. Sangre que el bajo de mis pantalones comenzó a absorber con la voracidad de un niño lactante que llevase días sin mamar. Entre aquella carnicería, un miembro de la unidad científica se esforzaba en pintar los contornos del cadáver, trazando líneas de tiza en el suelo. Maldecía en voz baja mientras dibujaba pequeñas siluetas dispersas a lo largo de la habitación, intentando encontrar todas las piezas de lo que alguna vez había sido un hombre. Alguien hacía fotos. Los flashes me cegaban, mareándome. Tuve que hacer serios esfuerzos para no vomitar encima de todo aquello. Y justo en ese momento, cuando pensaba que ya nada podía empeorar aquella escena infernal escuché la voz.

-¿Pero qué cojones es esto? –una poderosa voz de barítono rugía desde el otro lado de la habitación- ¿Quién ha sido el idiota que ha dejado entrar a este imbécil aquí?

Maldije mi suerte por segunda vez, y eso que la noche no había hecho más que empezar.

El teniente Andrews se acercaba por el pasillo, con una sonrisa maníaca deformando su cara de gorila y su corpachón oscilando de un lado a otro, los puños apretados bien fuerte dando tirones a los elásticos de sus tirantes-Señores, despejen la zona, ha llegado el jodido Vincent Price. Ahí tienes otro fiambre más para tu teoría conspiratoria, Harry. ¿Tienes ya a tu asesino de Halloween? ¿Qué va a ser esta vez? ¿Vampiros? ¿Vudú? ¿La puta momia de los cojones? – abrió sus enormes brazos y bailoteó de una forma grotesca que intentaba resultar cómica y siniestra a la vez. Tuve que hacer serios esfuerzos para no saltar aquel cuerpo roto del suelo y estrellar mi puño contra su cara porcina- Jodiste tu carrera con tus payasadas y mírate ahora, jugando a ser detective. ¿A qué has venido aquí, muerto de hambre? ¿Qué coño tienes tú que ver con todo esto?

-Que te follen Andrews. Ya no eres mi jefe.- odiaba realmente a aquel gordo mezquino

-Por eso mismo, cabrón de los cojones. Ya no eres poli. No pintas una puta mierda aquí.

Lo ignoré y me agaché junto al cuerpo, estudiándolo. Sentí como mi estómago se revolvía. La escasa cena luchaba por trepar a través de mi garganta, pero me esforcé en examinar aquel cuerpo. Necesitaba encontrar algo con lo que dar sentido a todas aquellas muertes. El cadáver presentaba atroces heridas de cuchillo en sus muslos, tan profundas que podía verse el blanco del hueso. Parte de su cara había sido despellejada, con cortes limpios y precisos. Un gran clavo, de aspecto anticuado y lleno de herrumbre, surgía del centro exacto de su frente. La polla de aquel infeliz estaba clavada con un gemelo de este en una de las paredes embadurnadas de sangre y cubiertas de garabatos y otras estupideces de aspecto ocultista. El loco que había hecho aquello se había tomado su tiempo, se había divertido. Estudié las manos  y me estremecí al ver los dedos rotos a martillazos, pero resople con alivio. Al contrario que las de los cadáveres de mis fotografías, los dedos no señalaban ningún número.

-¿Es que no me has oído? –Sentí como me empujaban y, sin poder evitarlo, me precipité contra el cadáver. Chapoteé en aquel nauseabundo charco de sangre, sintiendo como la ropa se me volvía húmeda a causa de la sangre que la empapaba. Andrews me gritaba, apuntándome con un dedo acusador que agitaba delante de mi cara- Lárgate de aquí de una puta vez.

Me puse en pie de un salto y antes de darme cuenta de lo que hacía, golpeé con todas mis fuerzas la cara de Andrews. Noté como el tabique de su nariz se quebraba bajo mi puño y no pude evitar sonreír con satisfacción. Aquel gordo desgraciado se quedó con la boca abierta, mirando la sangre que empezaba a cubrir su camisa blanca. Entonces su cara de gorila se transformó y se lanzó, bramando como un toro furioso, a por mí. Varios hombres se interpusieron entre nosotros, gritando y resbalando en el suelo húmedo, evitando que aquel demente llegase hasta mí y me hiciera trizas entre sus manazas.

-Es mejor que te vayas Dumond –el científica que había estado trazando contornos de tiza me miraba desde el suelo, espolvoreando tranquilamente polvos de talco con una pequeña brocha sobre la zona próxima al cadáver, como si nada de aquello fuera con él- Antes eras un buen policía, uno de los mejores. Pero la cagaste con este asunto. Te obsesionaste en ver un caso que no existe Harry. Aunque no te lo creas, le jodiste bien. Tuvieron puteado a Andrews un par de años por tu culpa.

Me quedé mirando a aquel hombrecillo escuálido y amarillento que continuaba esparciendo polvo por todos lados, buscando huellas mientras canturreaba entre dientes, como si nunca hubiera abierto la boca. El hombre se giró una vez, me miró a los ojos y se encogió de hombros con una mueca antes de continuar a lo suyo.

-¡Te voy a joder vivo Dumond! Voy a tener tu puta cabeza clavada en una pica.

Miré a Andrews, que aún luchaba contra aquella masa que nos separaba, y tuve que reconocer que el científica tenía razón. Aquel gordo seboso era un cabrón de mucho cuidado, pero había dado la cara por mí cuando la Jefatura se me echó encima dispuesta a hacerme pedazos. Y eso le había costado tragar un buen montón de mierda.

Así que, con la cabeza a punto de estallar salí de aquella asquerosa habitación, me subí al Ford, abrí la guantera y di un largo trago a la botella de Ginebra antes de volver a mi agujero.

Cuando llegué a la oficina, el paquete estaba esperándome frente a la puerta. La foto de su interior era igual de grotesca que las anteriores. Los dedos del muerto extendidos sobre su pecho. Cuatro en la mano izquierda. Dos en la derecha.

                         (Imagen obtenida de Google)



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Nadie me creía, y la verdad, no podía culparles. Era consciente de que todo aquello sonaba a locura, incluso para mí mismo. El elaborado delirio paranoide de un alcohólico con depresión y problemas de autocontrol. Tenía una teoría, una teoría absurda, al menos para la policía de Los Ángeles. Sin embargo, por mucho que intentaran negarlo, alguien estaba cometiendo complejos asesinatos rituales en la noche del treinta y uno de octubre. Desde hacía más de quince años.

Apenas podía recordar cómo aquella mierda se había cruzado con mi vida. Cuando apareció el primer cuerpo yo era sargento detective en la Brigada de Homicidios. Me gustaba mi trabajo. Joder, me encantaba. Era joven, le echaba ganas y sinceramente, no me veía capaz de hacer otra cosa que no fuera ser poli. Tenía ambición. Cerraba ocho de cada diez casos, lo cual es  casi un jodido record. Trabajé en casos de envergadura, como el de Raymond Fernández y su novia, Martha Beck, con el que nos habíamos ganado incluso a la prensa.  Todo iba a las mil maravillas. Mis jefes tenían una buena opinión de mí. Sí las cosas no se torcían, el ascenso a teniente no tardaría en llegar, y eso que apenas había cumplido los treinta ese mismo año. Mi mujer vivía en las nubes. Si me ascendían, el sueño de tener una casa más grande y otro bebé, se convertiría en una realidad.

Entonces todo se vino abajo. De un plumazo.

El aviso era como cualquier otro, sin nada que lo hiciera salirse de lo común, sin una puta mierda que lo convirtiera en algo especial. Un cuerpo encontrado en un solar, cerca de las vías del tren próximas a la zona de Leimert Park. Que apareciera un cadáver en los Ángeles era algo dentro de lo normal, más aún si lo hacía en la noche de Halloween. Aquello no era ninguna sorpresa para nadie. Ese día concreto del año solía terminar con violencia. El alcohol y las drogas con las que los tarados festejaban Halloween solían traer consigo agresiones, violaciones e incluso algún asesinato pasional. Todo eso entraba dentro de lo posible. Sin embargo, había algo en aquella escena del crimen que no terminaba de cuajar.

El cuerpo había sido brutalmente mutilado. Los exámenes forenses posteriores dictaminaron que aquel hombre había sido torturado durante horas. Una vez muerto, habían trasladado su cadáver a aquel lugar, arrojándolo a la cuneta como si de basura se tratase. Lo habían dejado en un sitio visible, desnudo y expuesto de la forma más grotesca que se pudiera imaginar. A todas luces parecía que alguien quería dar un escarmiento, un aviso.

Como es de suponer, lo primero que nos vino a la mente fue que se trataba de un ajuste de cuentas de la mafia local, por lo que los investigamos a fondo. Andrews y yo. Por aquel entonces trabajábamos juntos, y aunque suene mal de mis labios, éramos buenos. El gordo sabía presionar a la gente como pocos. Entrevistamos a familiares y conocidos de aquel desgraciado, compañeros de trabajo, posibles enemigos, a cualquier que hubiera tenido el más mínimo contacto con él. Descubrimos todo lo que había que saber sobre aquel infeliz. Supimos más de él que de ninguna otra persona en este mundo. Pero no había nada que nos llevase a lo que había ocurrido aquella noche en el parque. Nada en absoluto. Aquel pobre idiota no tenía relación alguna con el crimen organizado de la ciudad. Aún así presionamos a todos los chicos del negocio. Mickey Cohen incluso se ofendió, acusándonos de que quisiéramos cargarle el muerto por despecho. Parecía que la simple y pura mala suerte había sido la causante de que los caminos de aquel hombre y su asesino se cruzasen.

Sin embargo, aquel crimen se quedó grabado en mí. Había algo en todo aquello que me obsesionaba, algo que no podía explicar. Aquel caso me hurgaba continuamente en el interior de la cabeza. Como una llaga en dentro de la boca en la que no pudiera dejar de hurgar con la lengua.

Al año siguiente, la escena se repitió.

Volvimos a plantear el caso con la misma eficiencia enfermiza que habíamos empleado el año anterior. Y no encontramos nada en absoluto. Trillamos aquel caso hasta que simplemente no hubo más que investigar. De nuevo se olvidó dentro de un archivador y todos pasaron página. Todos menos yo.

Así que, cuando el calendario empezó a dejar ver Octubre escrito en sus páginas, me preparé para el golpe que habría de llegar.

Y lo hizo.

Durante los seis años siguientes.

Aquel asunto empezó a absorber todo mi tiempo. Joder, me obsesione tanto que incluso soñaba con él. Busqué en los archivos de todas las comisarias, y descubrí que, por toda la ciudad de Los Ángeles se habían cometido asesinatos brutales en la misma fecha con anterioridad. Desde 1941 a 1946 habían aparecido cinco cadáveres para ser exactos. El modus operandi no coincidía, las victimas no tenían nada en común. No se conocían. Nada les relacionaba. Estaba seguro de que ni tan sólo se habían cruzado una mísera vez por la calle. Ni siquiera existía un patrón en la ubicación de los lugares donde habían aparecido los cuerpos. A pesar de todo aquello, teníamos un total de once asesinatos sin resolver. Todos en la misma fecha. Todos ellos inhumanos y sumamente elaborados. Eso era suficiente para mí. Así que acudí a los jefes con aquella historia.

Me reunieron en una gran sala y expuse todo lo que sabía sobre aquel siniestro asunto. Me escucharon en silencio, tomando notas, mirándose ceñudos los unos a los otros mientras les contaba todo lo que sabía sobre aquel caso. Al terminar me estudiaron en silencio. Me explicaron lo que había en juego. Estas jugándote tu carrera muchacho, me advirtieron. No podían permitirse admitir que había un loco suelto. Un desquiciado demente que actuaba con impunidad desde hacía más de una década, justo delante de nuestras narices. Me pidieron que cerrase la investigación, que imaginase el daño que le haría a la imagen pública de la policía de Los Ángeles si llegaba a filtrarse ese rumor. Pero seguí adelante. No podía dormir. No podía pensar en otra cosa que no fuera en aquella jodida noche del treinta y uno de octubre. Así que lo destape todo.

Y me crucificaron.

Su defensa ante aquel enorme montón de mierda humeante que se cernía sobre ellos, amenazando con ahogarlos entre sus entrañas, fue desacreditarme. Me obligaron a ser reconocido por un tribunal médico, y fui considerado como “no apto para el servicio por motivos psicológicos”. Me dieron una mísera paga, una palmada en la espalda y un “te lo dijimos” como despedida. Como respuesta a posibles represalias por mi parte, filtraron toda la historia a la prensa amarilla. Quedé ridiculizado mientras los Jefes del Departamento escondían todos los archivos y dosieres que pudieran relacionar todas aquellas muertes.

Mi vida se escurrió poco a poco por el agujero que yo mismo había cavado.

Fue entonces cuando comenzaron a llegar las fotos.

Fotos de las escenas de los últimos crímenes, mostrando posiciones de los cadáveres diferentes a las que la policía había encontrado en el lugar de los hechos. Cuerpos rotos, señalando con sus dedos diferentes números. Números que no tenían ningún sentido para mí. Dos. Cuatro. Nueve. Aquella última foto con el número seis indicado por dedos rotos y destrozados.

Había pensado en poner esto en conocimiento de la Jefatura de Policía más de mil veces. Pero sabía que no serviría para nada. Explicar cómo había conseguido fotos de los cadáveres, en posiciones distintas a las de las escenas de los crímenes, sería algo muy difícil, más aún teniendo en cuenta mi reputación y todo lo que había sucedido con anterioridad. Estaba convencido de que, por más que la pusiera delante de sus narices, no darían crédito a esta información. Información que haría saltar la mierda por los aires y le complicaría la vida al Departamento, otra vez.

Sería mucho más fácil para ellos cargarme el marrón. Un policía retirado por problemas mentales, tan obsesionado con su última investigación que había perdido la cabeza hasta el punto de convertirse a sí mismo en asesino para dar validez a sus disparatadas teorías. Ya podía ver los titulares en los periódicos. Y lo tranquilos que dormirían todos mientras esperaba en San Quintín mi cita con la silla eléctrica.

Así que esperé. Sin saber muy bien lo que debía de hacer. Y aquellas fotos empezaron a amontonarse sobre mi mesa. Cuatro fotos grotescas que contenían retazos de un mismo infierno. Pasaba horas mirándolas todos los días, intentando encontrar un sentido a aquellos números. Probé patrones numéricos, marqué coordenadas en un mapa. Y no encontré nada. La solución tampoco estaba escrita en el fondo de una botella, pero vaciaba varias al cabo del día. Era la única manera de poder quitarme aquello de la cabeza.

Continué esperando. Arrancando hojas en el calendario, viendo como aquella siniestra fecha se acercaba poco a poco mientras mis nervios se iban consumiendo y mi vida se ahogaba en licores baratos y humo rancio.

Hasta que llegó el día. El jodido treinta y uno de octubre.

Permanecí sentado tras mi escritorio. Mi mirada repasaba una y otra vez aquellas macabras fotografías. De vez en cuando miraba de reojo el teléfono, temiendo el momento en que volviera a sonar y la voz repelente de Victor Mecks me diera la dirección de otra de aquellas carnicerías.

Fotos, números y un teléfono maldito.

Entonces sentí como mi corazón se paraba en el pecho.

Me puse en pie de un salto, volcando la silla en la que había estado sentado. El corazón me latía a mil por hora y por un momento temí que caería muerto allí mismo, en el suelo de aquella roñosa oficina, con la única pista real que había conseguido durante todos aquellos años apagándose inútil dentro de mi cabeza. De un manotazo tiré todas las botellas y la basura que se había ido acumulando con el paso del tiempo sobre mi escritorio. Y dispuse los fotografías, tal y como las había encontrado frente a mí.

Dos. Cuatro. Nueve. Seis.

Tragué saliva con esfuerzo y me esforcé en respirar con normalidad.

Sentía como si el auricular del teléfono pesase una tonelada, oscilando de un lado a otro mientras intentaba controlar el temblor de la mano con la que lo agarraba.

Con calma marqué aquel número.

Dos. Cuatro. Nueve. Seis.

No sucedió nada.

Derrotado me dejé caer sobre el escritorio, con su dura superficie destrozándome la espalda sin que aquello me importase. Por un momento había creído tener al fin la solución a aquel desquiciante misterio. Me maldije a mi mismo un millón de veces por mi estupidez y volví a marcar. Esta vez añadiendo el prefijo de Los Ángeles.

Cinco. Cinco. Cinco. Dos. Cuatro. Nueve. Seis.

-Empezaba a temer que tu tiempo se agotaría. Llevo esperándote casi un año. Al fin te has decidido a llamar. Samhain te aguarda.

Aquella voz rasposa, seca y dura, con un eco metálico, hizo que las pelotas se me encogieran dentro del pantalón. Reprimí el impulso de gritar y antes de darme cuenta de lo que hacía, colgué el teléfono, asustado.

Me quedé allí, sentado sobre aquel escritorio, mirando el teléfono como si fuera algo vivo que pudiera saltar y morderme en cualquier momento. En completo silencio, en la oscuridad. Con la cabeza dando vueltas a lo que acababa de pasar, analizando las implicaciones de todo lo que había ocurrido hasta aquel momento. Pensando en lo que debía hacer a continuación. Por fin, después de tantos años iba a descubrir que era lo que estaba pasando.

Abrí el cajón y cogí el revólver.



---

-Mecks cabrón de mierda, no me puedes dejar tirado ahora. ¿No entiendes lo que te estoy diciendo? Estoy a punto de coger a ese hijo de perra.

Victor Mecks miraba a todos lados, saltando cada vez que uno de los polis de la comisaria entraba en el garaje y se cruzaba con nosotros. Y empezaban a ser muchos. Por eso había elegido esa hora, la del cambio de turno. Para presionarle y forzarle a hablar.

-Mierda Harry. Me vas a joder vivo. Si Andrews se entera de que estoy hablando contigo me cortará las pelotas. Está como loco con todo este asunto ¿sabes? Anda de un lado a otro como la jodida inquisición, buscando al que te da los chivatazos. Para él todo esto es algo personal. Va a por ti Harry.

Apreté los dientes con fuerza, sintiendo como la rabia me quemaba el estomago. El dolor de cabeza que siempre me acompañaba se intensificó. Saqué el bote de pastillas y me tragué un puñado de ellas en seco mientras intentaba serenarme.

-Victor, todo esto puede acabar hoy mismo. Escúchame. Ya sabes qué día es. Estos cabrones pueden decir que estoy loco, y seguramente tengan razón, pero eso no cambia los hechos, y tú lo sabes. Esta noche va a aparecer otro cadáver. Pero puedo pararlo, puedo terminar con toda esta mierda. Sólo necesito que cojas este número- le tendí una nota arrugada que contenía el teléfono del asesino- Búscalo en la lista inversa. Dame un nombre, una dirección. Y te juro por Dios que nunca más volverás a verme.

-Que te follen Harry. No te debo una puta mierda- la cara de Mecks estaba roja, su enorme frente llena de venas abultadas. Sudaba tanto que el sombrero de su cabeza empezaba a oscurecerse- No pienso jugarme el culo por ti y por tus paranoias.

Los gritos de Mecks empezaban a atraer la atención de los uniformados que iban llegando a la comisaria. El muy imbécil se dio cuenta y bajó la voz, tratando de ocultarse en las escasas sombras del aparcamiento. Si no le presionaba rápido, saldría volando de un momento a otro.

-Me importáis una mierda tú y tu carrera Victor. Acudí a ti porque sabía que cogerías el dinero. Eres lo bastante estúpido y corrupto para eso. Si no me das lo que quiero, te juro por Dios que te reviento a golpes aquí mismo. Va a ser el jodido Andrews en persona el que tenga que separarme de lo que deje de ti.

Mecks me miró con rabia y por un momento temí que se lanzaría sobre mí. Era más joven que yo, estaba en mejor forma. Sin duda me haría pedazos contra aquel suelo asqueroso. Pero notaba la sangre hirviendo dentro de mí. No iba a dejar que todo aquello se me escapase entre los dedos. Había tirado mi vida a la basura por este caso. Y ahora no iba a dar marcha atrás, costase lo que costase.

Mecks debió ver la locura en mis ojos porqué escupió con rabia contra el suelo y, de un manotazo, agarró la hoja de papel que guardó en su chaqueta.

-Diez minutos, hijo de puta. Pero una vez que tengas esto, olvídate de mí para siempre.

Aún mirando hacia todos los lados, temeroso de las miradas ajenas, Mecks entró a la comisaria.

-No me va a resultar difícil Victor. Te lo puedo asegurar.

(Continua AQUÍ)

6 comentarios:

  1. Me lo coloco en favorito y cuando reúna suficientes ganas para leer me lo leo entero (regresé con escasas ganas de leer o de escribir, creo que es cosa del calor). Un abrazo enorme amigo mío!!!

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    1. Muchísimas gracias, Frank. Me faltaba tu comentario, como siempre el primero, mi querido amigo. No te preocupes que nos pasa a todos y sé que lo leerás en cuanto descanses. Espero que te guste cuando lo leas entero.

      Un abrazo, querido amigo.

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  2. Este Sergio es un afuera de serie. Me leí el relato y según seguía leyendo estaba más y más enganchado con la historia. Me parece muy imaginativo y bien narrado y encima un relato de verdad no como los micros de … de cinco líneas. Gracias ,Ricardo, por poner este relato he disfrutado sobremanera y tengo muchas ganas a leer la segunda parte. Un abrazo, amigo, Sotirios.

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    1. Sotirios, siempre es un placer encontrarte por aquí y mucho más comprobar que tienes los mismos gustos que yo y opinas como igual.
      Muchas gracias, amigo. Se lo diré de tu parte a Sergio.

      Un abrazo.

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  3. Me ha gustado mucho esta primera parte que está tan bien escrita y cuidada en todos sus aspectos y además engancha. Voy a leer corriendo la segunda parte para saber su continuación.
    Lástima que luego se acabará, pero el rato que me está haciendo pasar es impagable.
    Gracias Ricardo por la música que le va al pelo al relato de Sergio, a quien acabo de conocer, y a las imágenes.

    Muchos abrazos y besos.

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    1. Muchas gracias, Isa por tus palabras. Ya sabes cuánto se agradecen los comentarios y si son halagüeños, muchos más. Y sí, es la pena que tienen los buenos relatos, que se acaban.

      Un abrazo, querida.

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