Los que conocéis este blog y para los que no, es harto difícil que yo
publique relatos u otros fragmentos literarios de otras personas, salvo
que sea en reconocimiento a su obra, como es el caso.
Hace un mes más o menos, cayó en mis manos Amanecer Pulp 2013, una revista literaria de un género que la mayor parte de las personas desconoce. Esta publicación está formada por relatos de varios autores y tras leerlos todos, hubo uno que me impactó por encima de los demás. Y eso que el nivel literario de los que le acompañaban es notable. Este SAMHAIN, de Sergio Pérez-Corvo merece la pena leerse. Os dejará con un regusto muy particular y alterará vuestra comprensión de la Noche de Halloween o Samhain. Por eso lo comparto con vosotros.
Pedí permiso a su autor para publicarla y se prestó solícito a pasarme el original. Como es tan largo he tenido que dividirlo en dos partes, pero las publicaré enseguida.
Si estáis interesados en leerlos todos (yo os lo recomiendo), aquí podéis descargarlos GRATIS.
(Pintura de Barry Ross Smith)
Hace un mes más o menos, cayó en mis manos Amanecer Pulp 2013, una revista literaria de un género que la mayor parte de las personas desconoce. Esta publicación está formada por relatos de varios autores y tras leerlos todos, hubo uno que me impactó por encima de los demás. Y eso que el nivel literario de los que le acompañaban es notable. Este SAMHAIN, de Sergio Pérez-Corvo merece la pena leerse. Os dejará con un regusto muy particular y alterará vuestra comprensión de la Noche de Halloween o Samhain. Por eso lo comparto con vosotros.
Pedí permiso a su autor para publicarla y se prestó solícito a pasarme el original. Como es tan largo he tenido que dividirlo en dos partes, pero las publicaré enseguida.
Si estáis interesados en leerlos todos (yo os lo recomiendo), aquí podéis descargarlos GRATIS.
(Pintura de Barry Ross Smith)
Samhain
Por Sergio Pérez-Corvo
Cuando desperté y abrí los ojos,
las tres fotografías seguían sobre el escritorio de mi oficina. Por más que
miraba a aquel trío de hombres muertos, no conseguía entender nada. Los dedos
extendidos de sus manos, formando un dos, un cuatro y un nueve, no tenían
significado alguno para mí. El tiempo se me estaba acabando, y allí estaba yo,
estancado y sin saber cómo continuar con todo aquello. Tenía ganas de gritar,
de romper las fotografías y lanzar los pedazos por la ventana. Pero eso no
serviría de gran cosa. De un manotazo barrí la mesa, lanzando las fotografías
al suelo y me dejé caer sobre la destrozada silla. Sentía la cabeza a punto de
explotar. Abrí uno de los cajones del escritorio y me serví una generosa medida
de ginebra, confiando en que al menos me aliviase en aquellas horas de mierda.
Esperanzado, miré el reloj que
colgaba de la pared, rogando a Dios para que aquella locura hubiera terminado
al fin. Para que aquel día maldito hubiera acabado. Para que no recibiera otra
nueva foto esta vez. Pero mi siesta involuntaria no había durado tanto como
habría deseado. La noche no había hecho más que empezar. Todavía quedaba tiempo
más que suficiente para que aquel desgraciado jugase su siniestro juego una vez
más.
Entonces, tal y como no podía ser
de otra manera, el teléfono que descansaba sobre la mesa comenzó a sonar.
-Harry, soy Mecks- el hombre hizo
una pausa e incluso a través del teléfono pude escuchar el sonido de su
estómago revuelto- Mierda santa, es otro de los tuyos.
Sentí como la bilis ascendía por
mi garganta, quemándome como ácido de batería.
-¿Dónde?- Abrí un cajón y a
tientas empecé a buscar el bote de aspirinas. Iba a necesitarlo. Un enano loco
había decidido derribar a martillazos el interior de mi cabeza.
-Un motelucho abandonado de las
afueras, en las colinas de San Bernardino- Mecks hizo otra pausa antes de
continuar- Ni se te ocurra largarle a Andrews que te he avisado yo. Soy de los
pocos amigos que aún te quedan aquí, así que Harry, no me jodas. Tú ve, y haz
lo que debas, eso es asunto tuyo. Pero no largues más de la cuenta. Ya
hablaremos del tema del dinero en otro momento.
La rabia y la impotencia crecían
dentro de mí a partes iguales, saturándome, haciendo que mi cabeza girase como
en la peor de mis resacas.
-Tranquilo muchacho. Tus huevos
están a salvo conmigo.
Estrellé el auricular contra la
horquilla, maldiciendo mi mala suerte y al Dios que decidía que, año tras año,
tenía que mearse sobre mí. Me puse en pie, recogí el abrigo y el sombrero que
colgaban del perchero.
Otra de aquellas noches de mierda
acababa de empezar.
---
En el mismo instante en que vi el
motel abandonado supe que olería a meados rancios y a miseria. Eso era siempre
lo peor en la escena de un crimen, el olor que lo impregnaba todo. Los agentes
uniformados corrían de un lado a otro como pollos descabezados, esforzándose
por colocar las vallas de madera lo más rápido posible, luchando por mantener a
la chusma fuera del edificio. Aún así, el estacionamiento del motel estaba más
abarrotado que en último estreno de Hollywood. Como buitres ansiosos de
carroña, aquellos jodidos necrófilos habían llegado incluso hasta aquel lugar
dejado de la mano de Dios, atraídos por las luces y las sirenas como las moscas
por la mierda.
Aparqué el coche y respiré hondo
antes de bajar al frio de la noche. Tamborileé con los dedos en el salpicadero
del Ford. Aún olía a nuevo. Ese Ford 51 era lo único que había sacado bueno de
todo aquel asunto. El dinero de mi jubilación invertido en un trozo de metal de
un bonito color rojo chillón. Abrí la guantera y le di un buen trago a la
botella de las emergencias. Miré el tétrico hotel. No tenía ganas de entrar
allí dentro, no quería que todo empezara otra vez, pero que lo hiciera o no, no
cambiaría lo que había sucedido allí. Así que bajé del coche. Caía una fina
llovizna helada que me empapó en segundos, pero no me importó, aquel frio me
despejaba la cabeza. Resguardada por el ala de mi sombrero, la brasa del
cigarro continuaba ardiendo. Y eso estaba bien. Mis nervios iban a necesitar
toda la ayuda posible cuando entrase en aquel motel. Aquella iba a ser una
noche asquerosa, pero eso ya no era ninguna sorpresa para mí. Llevaba un año
entero esperando este momento. Sabía, sin lugar a dudas, lo que me encontraría
aguardándome en el interior de aquella habitación.
Me acerqué al uniformado que
tiritaba bajo la lluvia mientras controlaba el paso a la escena del crimen.
-Buenas noches muchacho –Estudié
su cara, tratando de recordarle de mis tiempos en la comisaría. Mientras
extendí la mano hacía él, con la palma ahuecada y un billete de veinte asomando
por ella. Me dio un fuerte apretón y el billete desapareció como por arte de
magia- ¿Qué tenemos ahí dentro?
-Una jodida aberración. Eso es lo
que hay allí.
El policía se quedó mirándome en
silencio, con la piel blanca y el olor del vómito reciente aún en su aliento.
Me estudiaba de arriba abajo, sin duda preguntándose quién era.
-La prensa no puede pasar. Lo
sabe tan bien como yo. ¿Por qué siempre insisten?
Le enseñé mi placa de detective y
sonrió con desdén al reconocerme. Sin duda mi leyenda negra había continuado
viva a pesar de los años que habían pasado desde que me expulsaron de la
policía.
-Dumond. Así que lo que cuentan
de ti es verdad, ¿no? Dicen que aún estas obsesionado con todo esto.
Me encogí de hombros como única
respuesta y le ofrecí un cigarrillo que rechazó.
-No te importa que eche un
vistazo, ¿verdad?
-Haz lo que quieras, las
pesadillas serán sólo tuyas.
Así que empecé a masticar
aspirinas, tragándome aquella pasta amarga mientras me dirigía a la entrada de
aquel motelucho abandonado. La puerta de la habitación me recibió con la
sonrisa de complicidad de un viejo amigo.
Odiaba la noche del treinta y uno
de octubre con toda mi alma. El jodido Halloween era como una ortiga metida
bien profunda dentro de mi culo. Y no es porque fuera la noche en la que todos
los lunáticos de Los Ángeles decidieran que era buena idea pasearse
disfrazados, aullando bajo la luna y pegándole fuego al mundo entero. Eso
podría haberlo soportado. Era por esto. Como cada puto treinta y uno de
octubre, desde hacía quince años, me encontraba con aquello. Con mi propio
pasatiempo particular. Un hobbie macabro que me había costado una carrera y un
matrimonio.
Lo que encontré en el interior de
aquella habitación de motel hacía que las descripciones del infierno que se
narraban en la Divina Comedia se convirtieran en material escolar. Sesos, carne
y piel por todas partes. Un charco de sangre de casi medio metro acumulándose
en el suelo. Sangre que el bajo de mis pantalones comenzó a absorber con la
voracidad de un niño lactante que llevase días sin mamar. Entre aquella
carnicería, un miembro de la unidad científica se esforzaba en pintar los
contornos del cadáver, trazando líneas de tiza en el suelo. Maldecía en voz
baja mientras dibujaba pequeñas siluetas dispersas a lo largo de la habitación,
intentando encontrar todas las piezas de lo que alguna vez había sido un
hombre. Alguien hacía fotos. Los flashes me cegaban, mareándome. Tuve que hacer
serios esfuerzos para no vomitar encima de todo aquello. Y justo en ese
momento, cuando pensaba que ya nada podía empeorar aquella escena infernal
escuché la voz.
-¿Pero qué cojones es esto? –una
poderosa voz de barítono rugía desde el otro lado de la habitación- ¿Quién ha
sido el idiota que ha dejado entrar a este imbécil aquí?
Maldije mi suerte por segunda vez,
y eso que la noche no había hecho más que empezar.
El teniente Andrews se acercaba
por el pasillo, con una sonrisa maníaca deformando su cara de gorila y su
corpachón oscilando de un lado a otro, los puños apretados bien fuerte dando
tirones a los elásticos de sus tirantes-Señores, despejen la zona, ha llegado
el jodido Vincent Price. Ahí tienes otro fiambre más para tu teoría
conspiratoria, Harry. ¿Tienes ya a tu asesino de Halloween? ¿Qué va a ser esta
vez? ¿Vampiros? ¿Vudú? ¿La puta momia de los cojones? – abrió sus enormes
brazos y bailoteó de una forma grotesca que intentaba resultar cómica y
siniestra a la vez. Tuve que hacer serios esfuerzos para no saltar aquel cuerpo
roto del suelo y estrellar mi puño contra su cara porcina- Jodiste tu carrera
con tus payasadas y mírate ahora, jugando a ser detective. ¿A qué has venido
aquí, muerto de hambre? ¿Qué coño tienes tú que ver con todo esto?
-Que te follen Andrews. Ya no
eres mi jefe.- odiaba realmente a aquel gordo mezquino
-Por eso mismo, cabrón de los
cojones. Ya no eres poli. No pintas una puta mierda aquí.
Lo ignoré y me agaché junto al
cuerpo, estudiándolo. Sentí como mi estómago se revolvía. La escasa cena
luchaba por trepar a través de mi garganta, pero me esforcé en examinar aquel
cuerpo. Necesitaba encontrar algo con lo que dar sentido a todas aquellas
muertes. El cadáver presentaba atroces heridas de cuchillo en sus muslos, tan
profundas que podía verse el blanco del hueso. Parte de su cara había sido
despellejada, con cortes limpios y precisos. Un gran clavo, de aspecto
anticuado y lleno de herrumbre, surgía del centro exacto de su frente. La polla
de aquel infeliz estaba clavada con un gemelo de este en una de las paredes
embadurnadas de sangre y cubiertas de garabatos y otras estupideces de aspecto
ocultista. El loco que había hecho aquello se había tomado su tiempo, se había
divertido. Estudié las manos y me
estremecí al ver los dedos rotos a martillazos, pero resople con alivio. Al
contrario que las de los cadáveres de mis fotografías, los dedos no señalaban
ningún número.
-¿Es que no me has oído? –Sentí
como me empujaban y, sin poder evitarlo, me precipité contra el cadáver.
Chapoteé en aquel nauseabundo charco de sangre, sintiendo como la ropa se me
volvía húmeda a causa de la sangre que la empapaba. Andrews me gritaba,
apuntándome con un dedo acusador que agitaba delante de mi cara- Lárgate de
aquí de una puta vez.
Me puse en pie de un salto y
antes de darme cuenta de lo que hacía, golpeé con todas mis fuerzas la cara de
Andrews. Noté como el tabique de su nariz se quebraba bajo mi puño y no pude
evitar sonreír con satisfacción. Aquel gordo desgraciado se quedó con la boca
abierta, mirando la sangre que empezaba a cubrir su camisa blanca. Entonces su
cara de gorila se transformó y se lanzó, bramando como un toro furioso, a por
mí. Varios hombres se interpusieron entre nosotros, gritando y resbalando en el
suelo húmedo, evitando que aquel demente llegase hasta mí y me hiciera trizas
entre sus manazas.
-Es mejor que te vayas Dumond –el
científica que había estado trazando contornos de tiza me miraba desde el
suelo, espolvoreando tranquilamente polvos de talco con una pequeña brocha
sobre la zona próxima al cadáver, como si nada de aquello fuera con él- Antes
eras un buen policía, uno de los mejores. Pero la cagaste con este asunto. Te
obsesionaste en ver un caso que no existe Harry. Aunque no te lo creas, le jodiste
bien. Tuvieron puteado a Andrews un par de años por tu culpa.
Me quedé mirando a aquel
hombrecillo escuálido y amarillento que continuaba esparciendo polvo por todos
lados, buscando huellas mientras canturreaba entre dientes, como si nunca
hubiera abierto la boca. El hombre se giró una vez, me miró a los ojos y se
encogió de hombros con una mueca antes de continuar a lo suyo.
-¡Te voy a joder vivo Dumond! Voy
a tener tu puta cabeza clavada en una pica.
Miré a Andrews, que aún luchaba
contra aquella masa que nos separaba, y tuve que reconocer que el científica
tenía razón. Aquel gordo seboso era un cabrón de mucho cuidado, pero había dado
la cara por mí cuando la Jefatura se me echó encima dispuesta a hacerme pedazos.
Y eso le había costado tragar un buen montón de mierda.
Así que, con la cabeza a punto de
estallar salí de aquella asquerosa habitación, me subí al Ford, abrí la
guantera y di un largo trago a la botella de Ginebra antes de volver a mi
agujero.
Cuando llegué a la oficina, el
paquete estaba esperándome frente a la puerta. La foto de su interior era igual
de grotesca que las anteriores. Los dedos del muerto extendidos sobre su pecho.
Cuatro en la mano izquierda. Dos en la derecha.
(Imagen obtenida de Google)
(Imagen obtenida de Google)
---
Nadie me creía, y la verdad, no
podía culparles. Era consciente de que todo aquello sonaba a locura, incluso
para mí mismo. El elaborado delirio paranoide de un alcohólico con depresión y
problemas de autocontrol. Tenía una teoría, una teoría absurda, al menos para
la policía de Los Ángeles. Sin embargo, por mucho que intentaran negarlo, alguien
estaba cometiendo complejos asesinatos rituales en la noche del treinta y uno
de octubre. Desde hacía más de quince años.
Apenas podía recordar cómo aquella
mierda se había cruzado con mi vida. Cuando apareció el primer cuerpo yo era
sargento detective en la Brigada de Homicidios. Me gustaba mi trabajo. Joder,
me encantaba. Era joven, le echaba ganas y sinceramente, no me veía capaz de
hacer otra cosa que no fuera ser poli. Tenía ambición. Cerraba ocho de cada
diez casos, lo cual es casi un jodido
record. Trabajé en casos de envergadura, como el de Raymond Fernández y su
novia, Martha Beck, con el que nos habíamos ganado incluso a la prensa. Todo iba a las mil maravillas. Mis jefes
tenían una buena opinión de mí. Sí las cosas no se torcían, el ascenso a
teniente no tardaría en llegar, y eso que apenas había cumplido los treinta ese
mismo año. Mi mujer vivía en las nubes. Si me ascendían, el sueño de tener una
casa más grande y otro bebé, se convertiría en una realidad.
Entonces todo se vino abajo. De
un plumazo.
El aviso era como cualquier otro,
sin nada que lo hiciera salirse de lo común, sin una puta mierda que lo
convirtiera en algo especial. Un cuerpo encontrado en un solar, cerca de las
vías del tren próximas a la zona de Leimert Park. Que apareciera un cadáver en
los Ángeles era algo dentro de lo normal, más aún si lo hacía en la noche de
Halloween. Aquello no era ninguna sorpresa para nadie. Ese día concreto del año
solía terminar con violencia. El alcohol y las drogas con las que los tarados
festejaban Halloween solían traer consigo agresiones, violaciones e incluso
algún asesinato pasional. Todo eso entraba dentro de lo posible. Sin embargo,
había algo en aquella escena del crimen que no terminaba de cuajar.
El cuerpo había sido brutalmente mutilado.
Los exámenes forenses posteriores dictaminaron que aquel hombre había sido
torturado durante horas. Una vez muerto, habían trasladado su cadáver a aquel
lugar, arrojándolo a la cuneta como si de basura se tratase. Lo habían dejado
en un sitio visible, desnudo y expuesto de la forma más grotesca que se pudiera
imaginar. A todas luces parecía que alguien quería dar un escarmiento, un
aviso.
Como es de suponer, lo primero
que nos vino a la mente fue que se trataba de un ajuste de cuentas de la mafia
local, por lo que los investigamos a fondo. Andrews y yo. Por aquel entonces
trabajábamos juntos, y aunque suene mal de mis labios, éramos buenos. El gordo
sabía presionar a la gente como pocos. Entrevistamos a familiares y conocidos
de aquel desgraciado, compañeros de trabajo, posibles enemigos, a cualquier que
hubiera tenido el más mínimo contacto con él. Descubrimos todo lo que había que
saber sobre aquel infeliz. Supimos más de él que de ninguna otra persona en
este mundo. Pero no había nada que nos llevase a lo que había ocurrido aquella
noche en el parque. Nada en absoluto. Aquel pobre idiota no tenía relación
alguna con el crimen organizado de la ciudad. Aún así presionamos a todos los
chicos del negocio. Mickey Cohen incluso se ofendió, acusándonos de que
quisiéramos cargarle el muerto por despecho. Parecía que la simple y pura mala
suerte había sido la causante de que los caminos de aquel hombre y su asesino
se cruzasen.
Sin embargo, aquel crimen se
quedó grabado en mí. Había algo en todo aquello que me obsesionaba, algo que no
podía explicar. Aquel caso me hurgaba continuamente en el interior de la
cabeza. Como una llaga en dentro de la boca en la que no pudiera dejar de
hurgar con la lengua.
Al año siguiente, la escena se
repitió.
Volvimos a plantear el caso con
la misma eficiencia enfermiza que habíamos empleado el año anterior. Y no
encontramos nada en absoluto. Trillamos aquel caso hasta que simplemente no
hubo más que investigar. De nuevo se olvidó dentro de un archivador y todos
pasaron página. Todos menos yo.
Así que, cuando el calendario
empezó a dejar ver Octubre escrito en sus páginas, me preparé para el golpe que
habría de llegar.
Y lo hizo.
Durante los seis años siguientes.
Aquel asunto empezó a absorber
todo mi tiempo. Joder, me obsesione tanto que incluso soñaba con él. Busqué en
los archivos de todas las comisarias, y descubrí que, por toda la ciudad de Los
Ángeles se habían cometido asesinatos brutales en la misma fecha con
anterioridad. Desde 1941 a 1946 habían aparecido cinco cadáveres para ser
exactos. El modus operandi no coincidía, las victimas no tenían nada en común.
No se conocían. Nada les relacionaba. Estaba seguro de que ni tan sólo se
habían cruzado una mísera vez por la calle. Ni siquiera existía un patrón en la
ubicación de los lugares donde habían aparecido los cuerpos. A pesar de todo
aquello, teníamos un total de once asesinatos sin resolver. Todos en la misma
fecha. Todos ellos inhumanos y sumamente elaborados. Eso era suficiente para
mí. Así que acudí a los jefes con aquella historia.
Me reunieron en una gran sala y
expuse todo lo que sabía sobre aquel siniestro asunto. Me escucharon en
silencio, tomando notas, mirándose ceñudos los unos a los otros mientras les
contaba todo lo que sabía sobre aquel caso. Al terminar me estudiaron en
silencio. Me explicaron lo que había en juego. Estas jugándote tu carrera
muchacho, me advirtieron. No podían permitirse admitir que había un loco
suelto. Un desquiciado demente que actuaba con impunidad desde hacía más de una
década, justo delante de nuestras narices. Me pidieron que cerrase la
investigación, que imaginase el daño que le haría a la imagen pública de la
policía de Los Ángeles si llegaba a filtrarse ese rumor. Pero seguí adelante.
No podía dormir. No podía pensar en otra cosa que no fuera en aquella jodida
noche del treinta y uno de octubre. Así que lo destape todo.
Y me crucificaron.
Su defensa ante aquel enorme
montón de mierda humeante que se cernía sobre ellos, amenazando con ahogarlos
entre sus entrañas, fue desacreditarme. Me obligaron a ser reconocido por un
tribunal médico, y fui considerado como “no apto para el servicio por motivos
psicológicos”. Me dieron una mísera paga, una palmada en la espalda y un “te lo
dijimos” como despedida. Como respuesta a posibles represalias por mi parte,
filtraron toda la historia a la prensa amarilla. Quedé ridiculizado mientras
los Jefes del Departamento escondían todos los archivos y dosieres que pudieran
relacionar todas aquellas muertes.
Mi vida se escurrió poco a poco
por el agujero que yo mismo había cavado.
Fue entonces cuando comenzaron a
llegar las fotos.
Fotos de las escenas de los
últimos crímenes, mostrando posiciones de los cadáveres diferentes a las que la
policía había encontrado en el lugar de los hechos. Cuerpos rotos, señalando
con sus dedos diferentes números. Números que no tenían ningún sentido para mí.
Dos. Cuatro. Nueve. Aquella última foto con el número seis indicado por dedos
rotos y destrozados.
Había pensado en poner esto en
conocimiento de la Jefatura de Policía más de mil veces. Pero sabía que no
serviría para nada. Explicar cómo había conseguido fotos de los cadáveres, en
posiciones distintas a las de las escenas de los crímenes, sería algo muy
difícil, más aún teniendo en cuenta mi reputación y todo lo que había sucedido
con anterioridad. Estaba convencido de que, por más que la pusiera delante de
sus narices, no darían crédito a esta información. Información que haría saltar
la mierda por los aires y le complicaría la vida al Departamento, otra vez.
Sería mucho más fácil para ellos
cargarme el marrón. Un policía retirado por problemas mentales, tan obsesionado
con su última investigación que había perdido la cabeza hasta el punto de
convertirse a sí mismo en asesino para dar validez a sus disparatadas teorías.
Ya podía ver los titulares en los periódicos. Y lo tranquilos que dormirían
todos mientras esperaba en San Quintín mi cita con la silla eléctrica.
Así que esperé. Sin saber muy
bien lo que debía de hacer. Y aquellas fotos empezaron a amontonarse sobre mi
mesa. Cuatro fotos grotescas que contenían retazos de un mismo infierno. Pasaba
horas mirándolas todos los días, intentando encontrar un sentido a aquellos
números. Probé patrones numéricos, marqué coordenadas en un mapa. Y no encontré
nada. La solución tampoco estaba escrita en el fondo de una botella, pero
vaciaba varias al cabo del día. Era la única manera de poder quitarme aquello
de la cabeza.
Continué esperando. Arrancando
hojas en el calendario, viendo como aquella siniestra fecha se acercaba poco a
poco mientras mis nervios se iban consumiendo y mi vida se ahogaba en licores
baratos y humo rancio.
Hasta que llegó el día. El jodido
treinta y uno de octubre.
Permanecí sentado tras mi
escritorio. Mi mirada repasaba una y otra vez aquellas macabras fotografías. De
vez en cuando miraba de reojo el teléfono, temiendo el momento en que volviera
a sonar y la voz repelente de Victor Mecks me diera la dirección de otra de
aquellas carnicerías.
Fotos, números y un teléfono maldito.
Entonces sentí como mi corazón se
paraba en el pecho.
Me puse en pie de un salto,
volcando la silla en la que había estado sentado. El corazón me latía a mil por
hora y por un momento temí que caería muerto allí mismo, en el suelo de aquella
roñosa oficina, con la única pista real que había conseguido durante todos
aquellos años apagándose inútil dentro de mi cabeza. De un manotazo tiré todas
las botellas y la basura que se había ido acumulando con el paso del tiempo
sobre mi escritorio. Y dispuse los fotografías, tal y como las había encontrado
frente a mí.
Dos. Cuatro. Nueve. Seis.
Tragué saliva con esfuerzo y me
esforcé en respirar con normalidad.
Sentía como si el auricular del
teléfono pesase una tonelada, oscilando de un lado a otro mientras intentaba
controlar el temblor de la mano con la que lo agarraba.
Con calma marqué aquel número.
Dos. Cuatro. Nueve. Seis.
No sucedió nada.
Derrotado me dejé caer sobre el
escritorio, con su dura superficie destrozándome la espalda sin que aquello me
importase. Por un momento había creído tener al fin la solución a aquel
desquiciante misterio. Me maldije a mi mismo un millón de veces por mi
estupidez y volví a marcar. Esta vez añadiendo el prefijo de Los Ángeles.
Cinco. Cinco. Cinco. Dos. Cuatro.
Nueve. Seis.
-Empezaba a temer que tu tiempo
se agotaría. Llevo esperándote casi un año. Al fin te has decidido a llamar.
Samhain te aguarda.
Aquella voz rasposa, seca y dura,
con un eco metálico, hizo que las pelotas se me encogieran dentro del pantalón.
Reprimí el impulso de gritar y antes de darme cuenta de lo que hacía, colgué el
teléfono, asustado.
Me quedé allí, sentado sobre
aquel escritorio, mirando el teléfono como si fuera algo vivo que pudiera
saltar y morderme en cualquier momento. En completo silencio, en la oscuridad.
Con la cabeza dando vueltas a lo que acababa de pasar, analizando las
implicaciones de todo lo que había ocurrido hasta aquel momento. Pensando en lo
que debía hacer a continuación. Por fin, después de tantos años iba a descubrir
que era lo que estaba pasando.
Abrí el cajón y cogí el revólver.
---
-Mecks cabrón de mierda, no me
puedes dejar tirado ahora. ¿No entiendes lo que te estoy diciendo? Estoy a punto
de coger a ese hijo de perra.
Victor Mecks miraba a todos
lados, saltando cada vez que uno de los polis de la comisaria entraba en el
garaje y se cruzaba con nosotros. Y empezaban a ser muchos. Por eso había
elegido esa hora, la del cambio de turno. Para presionarle y forzarle a hablar.
-Mierda Harry. Me vas a joder
vivo. Si Andrews se entera de que estoy hablando contigo me cortará las
pelotas. Está como loco con todo este asunto ¿sabes? Anda de un lado a otro
como la jodida inquisición, buscando al que te da los chivatazos. Para él todo
esto es algo personal. Va a por ti Harry.
Apreté los dientes con fuerza,
sintiendo como la rabia me quemaba el estomago. El dolor de cabeza que siempre
me acompañaba se intensificó. Saqué el bote de pastillas y me tragué un puñado
de ellas en seco mientras intentaba serenarme.
-Victor, todo esto puede acabar
hoy mismo. Escúchame. Ya sabes qué día es. Estos cabrones pueden decir que
estoy loco, y seguramente tengan razón, pero eso no cambia los hechos, y tú lo
sabes. Esta noche va a aparecer otro cadáver. Pero puedo pararlo, puedo
terminar con toda esta mierda. Sólo necesito que cojas este número- le tendí
una nota arrugada que contenía el teléfono del asesino- Búscalo en la lista
inversa. Dame un nombre, una dirección. Y te juro por Dios que nunca más volverás
a verme.
-Que te follen Harry. No te debo
una puta mierda- la cara de Mecks estaba roja, su enorme frente llena de venas
abultadas. Sudaba tanto que el sombrero de su cabeza empezaba a oscurecerse- No
pienso jugarme el culo por ti y por tus paranoias.
Los gritos de Mecks empezaban a
atraer la atención de los uniformados que iban llegando a la comisaria. El muy
imbécil se dio cuenta y bajó la voz, tratando de ocultarse en las escasas
sombras del aparcamiento. Si no le presionaba rápido, saldría volando de un
momento a otro.
-Me importáis una mierda tú y tu
carrera Victor. Acudí a ti porque sabía que cogerías el dinero. Eres lo
bastante estúpido y corrupto para eso. Si no me das lo que quiero, te juro por
Dios que te reviento a golpes aquí mismo. Va a ser el jodido Andrews en persona
el que tenga que separarme de lo que deje de ti.
Mecks me miró con rabia y por un
momento temí que se lanzaría sobre mí. Era más joven que yo, estaba en mejor
forma. Sin duda me haría pedazos contra aquel suelo asqueroso. Pero notaba la
sangre hirviendo dentro de mí. No iba a dejar que todo aquello se me escapase
entre los dedos. Había tirado mi vida a la basura por este caso. Y ahora no iba
a dar marcha atrás, costase lo que costase.
Mecks debió ver la locura en mis
ojos porqué escupió con rabia contra el suelo y, de un manotazo, agarró la hoja
de papel que guardó en su chaqueta.
-Diez minutos, hijo de puta. Pero
una vez que tengas esto, olvídate de mí para siempre.
Aún mirando hacia todos los
lados, temeroso de las miradas ajenas, Mecks entró a la comisaria.
Me lo coloco en favorito y cuando reúna suficientes ganas para leer me lo leo entero (regresé con escasas ganas de leer o de escribir, creo que es cosa del calor). Un abrazo enorme amigo mío!!!
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Frank. Me faltaba tu comentario, como siempre el primero, mi querido amigo. No te preocupes que nos pasa a todos y sé que lo leerás en cuanto descanses. Espero que te guste cuando lo leas entero.
EliminarUn abrazo, querido amigo.
Este Sergio es un afuera de serie. Me leí el relato y según seguía leyendo estaba más y más enganchado con la historia. Me parece muy imaginativo y bien narrado y encima un relato de verdad no como los micros de … de cinco líneas. Gracias ,Ricardo, por poner este relato he disfrutado sobremanera y tengo muchas ganas a leer la segunda parte. Un abrazo, amigo, Sotirios.
ResponderEliminarSotirios, siempre es un placer encontrarte por aquí y mucho más comprobar que tienes los mismos gustos que yo y opinas como igual.
EliminarMuchas gracias, amigo. Se lo diré de tu parte a Sergio.
Un abrazo.
Me ha gustado mucho esta primera parte que está tan bien escrita y cuidada en todos sus aspectos y además engancha. Voy a leer corriendo la segunda parte para saber su continuación.
ResponderEliminarLástima que luego se acabará, pero el rato que me está haciendo pasar es impagable.
Gracias Ricardo por la música que le va al pelo al relato de Sergio, a quien acabo de conocer, y a las imágenes.
Muchos abrazos y besos.
Muchas gracias, Isa por tus palabras. Ya sabes cuánto se agradecen los comentarios y si son halagüeños, muchos más. Y sí, es la pena que tienen los buenos relatos, que se acaban.
EliminarUn abrazo, querida.