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viernes, 27 de junio de 2014

UNA LEYENDA, de Isabelle Lebais




           (Pintura de Даниил Федоров)

                                    UNA LEYENDA

                                  De Isabelle Lebais


El ascensor se paró y cuando las puertas comenzaron a cerrarse, una mano se introdujo entre las dos hojas, que retrocedieron rápidamente, y con una grácil pirueta un joven se plantó en mitad, con un fuerte impulso que hizo que mi cabeza chocase con la pared posterior del elevador, comenzando una caída grotesca e irremediable hacia el suelo.

Todo sucedió a cámara lenta, y lo que fueron unos segundos, se convirtieron en muchos minutos.

No sé qué cara puse pero si vi la de él. Era una mezcla entre sorpresa, susto, dolor e incluso pena, al verme caer de aquella forma tan aparatosa.

El ascensor seguía elevándose mientras yo intentaba aferrarme a algo para levantarme dando manotazos al aire sin conseguirlo.

Él lanzó sus manos para intentar sujetarme y lo único que consiguió fue agarrar mi precioso vestido de lino abotonado de arriba a abajo, que se rasgó dejando al descubierto toda mi ropa interior: Un coqueto conjunto de color turquesa.

Al ver lo que estaba pasando, mis ojos se abrieron saliéndose de las órbitas, dejando de dar manotazos y sujetando lo poco que podía salvar de mi vestido y de mi dignidad.

Por fin caí al suelo quedando sentada y mirando a mi agresor que pasaba su mirada desde mi cara a su mano, donde tenía mi vestido destrozado, y tan sorprendido como yo.

Era una situación surrealista y absurda. De pronto su mirada se quedó fija sobre mí. Miré hacia donde enfocaba sus ojos y vi que uno de mis pechos se había salido del sostén y se exhibía orgulloso, como si estuviese asomado a un balcón, con su rosada guinda señalando con descaro, oteando el horizonte y muy orgulloso de su hazaña.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente y todo el susto se fue transformando en vergüenza y azoramiento.

El pobre no había articulado palabra, ni yo tampoco, solo leves gruñidos y ruidos sin significado coherente pero que no necesitaban traducción.

Ahí estaba yo, sentada en el suelo, solo con mi ropa interior, un pecho al aire y mi cara a la altura del paquete de mi agresor, que parecía que tuviese vida propia, puesto que cada vez se hacía más y más grande, llegando a tocar mi frente.

Intenté levantarme, para lo cual me aferré a sus nalgas, y cuando intenté levantarme, el ascensor se paró en algún piso, ya ni recordaba donde estábamos.

     (Pintura de Jack Vetriano)

Con la inercia, quedé de rodillas frente al muchacho que intentaba sujetarme por los brazos  para levantarme y que al caer de nuevo, se soltaron sus manos quedando sobre mi cabeza.

El ascensor paró, estábamos en el piso diecisiete, la redacción del periódico.

Una redacción abierta donde desde cualquier escritorio se podía ver la puerta del ascensor.

Las puertas se abrieron. Primero dos cabezas, después cuatro y en menos de un minuto toda la redacción estaba en silencio mirando hacia nosotros dos. La escena era indescriptible.

Él de espaldas a la gente, con mis manos en su culo y las suyas en mi cabeza, el vestido, el bolso y el portátil en el suelo, al apartarse la cosa no mejoró, yo en ropa interior, con un pecho fuera y de rodillas frente a un abultado paquete, que ya casi pedía socorro intentando salir de su prisión.

Yo quería morirme, desaparecer en ese mismo instante, ser tragada por la tierra o que el ascensor cayese en caída libre hasta el sótano, para que fuese una muerte rápida, y morir habiendo sido  una leyenda, porque aquello se convertiría en todo un acontecimiento con un final  muy digno.

No sucedió nada de lo que yo deseaba y seguro que mi acompañante pensaba algo parecido.

(Pintura de Fabian Perez)




Como pude me puse en pie, metí mi explorador pecho en el precioso y pequeño cubículo, de dónde no debería haber salido, mi agresor recogió mi vestido del suelo y con muy poco arte intentó taparme con él, no consiguió hacer nada, así que se lo quité de las manos y me lo puse de pañuelo por el cuello, echándolo hacia atrás como sí se tratase de una estola. Su cara de sorpresa y una mirada cómplice hicieron el resto.

Se agachó a recoger mi portátil y mi bolso, que se colgó de su hombro y me ofreció su brazo para salir de allí enhebrados, como si fuésemos a entrar en una recepción en palacio, y de esta guisa recorrimos toda la redacción tan dignamente como pudimos, pasando ante los estupefactos ojos de los que allí se encontraban.

Llegamos hasta el despacho del director, delante de cuya puerta nos paramos,  para leer lo que ponía en la inscripción.


Isabelle Lebais

Directora




Así fue mi primer día en mi nuevo trabajo y como conocí a Ricardo, el que hoy es mi marido y consejero.

           (Pintura de Jack Vetriano)

lunes, 23 de junio de 2014

EL SECRETO DEL HUEVO DE ORO XVIII, de Ricardo Corazón de León

Seguimos con esta historia de aventuras, ciencia-ficción, suspense, amor, thriller... Y que está en un punto álgido. El capítulo anterior era uno independiente, así que aquí es donde acabó el capítulo de la historia y empezó acá en este primer capítulo.
(Todos los derechos reservados sobre esta imagen)







Los científicos seguían queriendo saber muchas más cosas del lugar donde vivía y de sus costumbres. Les habló de que después de la Tercera Guerra, que duró dos horas, vino la paz entre UnderBov y su pueblo, Silver. Que se usaron bombas terrestres que la Traductora optó por traducir como bombas atómicas. Murieron más de novecientos millones de personas y todos los que vivían en la superficie tuvieron que trasladarse a refugios bajo tierra porque ésta estaba envenenada y así seguiría durante muchos años. De su pueblo apenas murieron personas porque Plinio ya lo había predicho y proveyó de Refugios subatómicos a toda la población.

            ─ ¿Y cómo funciona la máquina de la comida, la de las telas o la de los zapatos o cualquier otra? ─indagó Richard─ Pregunto por la energía, lo que las hace producir interminablemente.

            ─ La energía Universal ─ respondió segura Joyce.

            ─ Pero ¿cómo se hace para obtenerla?

            ─ No lo sé, hay una fórmula, una ecuación, pero yo no sé lo que significa, solo sé cómo se llama: Infinito. Sólo Plinio puede explicar lo qué quiere decir y cómo se hace eso.

            Plinio, al parecer, era el todo. El conjunto de la Sabiduría y el Conocimiento acumulados así que decidieron proceder a descongelarle lo más rápido posible.


Cuando se marcharon yo hice ademán de marcharme pero ella me retuvo. Me senté a su lado y ella colocó un brazalete de oro con criptogramas o iconografías que yo desconocía, en mi brazo y otro igual en el suyo.

─Yo no soy Plinio, pero puedo mostrarte. Cierra los ojos y el puño. Yo te mostraré.

Hice lo que me pidió y en un segundo yo me encontraba en medio de una escena parado, observándolo todo pero sin que a mí me pudiesen ver ni afectar nada. Vi masacres, guerras, muerte, destrucción, la bomba atómica, una, dos, tres, la tierra envenenada, las personas como Joyce corriendo por unos largos pasillos como si fueran túneles… Era mucho mejor que un video-juego pero yo no podía interactuar. Mi misión se limitaba a observar lo que sucedía. Otros como ella vivían tranquilos, no había guerras, jugaban, reían, nadaban, volaban en sus vehículos espaciales, pero se superpusieron las imágenes de destrucción y se veía a los invasores que se multiplicaban por mil, a medida que los mataban, y que llegaban hasta Silver, su pueblo y los chillidos, la sangre, los niños muertos, los animales empavorecidos huyendo… y en un segundo, una cara, solo una cara ante mí, con unos ojos grandes verdes que se inclinaba hacia mí, era un hombre, y en ese momento, todo se llenó de rojo y se apagó todo. No hubo más.
(Todos los derechos reservados sobre esta imagen)

Sentí las manos de Joyce abriendo mis puños y quitándome el brazalete, abrí los ojos y se estaba quitando el suyo. Le pregunté.

─ ¿Egon?

Y ella sin decir nada comenzó a llorar quedamente, derramando todo su dolor ante mí. Si antes sentí celos por él o en algún momento le odié, ahora sólo imploraba que de alguna forma pudiera vivir para que, aunque la perdiera, le arrancaran ese sufrimiento que sentía. Sus lágrimas se derramaban sin cesar, suaves, incontenibles y apenas había sollozos, pero temblaba como una hoja. La cogí y la atraje hacia mí suavemente, le dije palabras que no recuerdo y le acaricié su cabeza, su pelo, abrazándola. Ella se dejó hacer.

En lo que para ella eran cinco minutos de sueño, había perdido todo lo que la rodeaba, todas las personas amadas y a Egon y ni siquiera le quedaba el consuelo de esperar que continuara viviendo después de haber transcurrido tanto tiempo. Este mundo salvaje la asustaba, por eso, solo confiaba en Magnus y ante él podía mostrar su inimaginable tormento. No tanto como ella hubiese querido porque su intención era morirse, desaparecer, pero mientras tanto, su único amigo era Magnus y se sentía mejor en sus brazos, por lo menos, protegida de sí misma y sujeta a una roca que no la dejaría sumirse en las profundas lagunas de su aflicción.

Pasó mucho tiempo hasta que se quedó dormida por el cansancio, las lágrimas y el pesar. La llevé en brazos hasta su cama y la deposité suavemente. Me daba pena soltarme de su cuerpo por si se despertaba y no me hallaba. Junté a ella mi cama y seguimos con las manos unidas toda la noche.

Como Joyce no puso en conocimiento de los demás la existencia del aparato que me había enseñado, estimé que no quería que nadie más supiera cómo se sentía o cómo era todo aquello. Lo guardé bajo llave en una de mis estanterías. No hablaría de ello con nadie hasta que ella me lo permitiera.

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(Imagen encontrada en Google)
A través de la emisora llegaron noticias de que un centenar de submarinos atómicos rusos se habían puesto en camino hacia el Polo Sur. Los satélites de América que dirigían y ponían en funcionamiento los misiles aeroespaciales cambiaron sus coordenadas poniéndolas hacia el Polo Sur. De Europa un portaaviones submarino atómico cambió de ruta y giró al Polo Sur. China, enardecida, puso de manifiesto estas avanzadillas de las grandes potencias pero era un acuerdo secreto entre los gobiernos más ricos para que nadie intentase llevarse a Plinio y su conocimiento o destruirle por el mismo motivo. Los interpelados explicaron sus razones, puesto que aquel grupo de científicos no estaba preparado para el ataque de una potencia cualquiera o de mercenarios de un dictador que quisieran apresar a Plinio o matarlo habían decidido proteger entre todos esa vasta zona del Polo Sur formando una cadena impenetrable, garantizando con ello la seguridad de Plinio, el grupo de científicos y los tesoros que se pudieran descubrir. Después de este razonamiento, China se alió y también los otros países y mandaron sus tropas para la protección de la base polar Ibiza. Respetaron un perímetro que la base Ibiza exigió y se prepararon para permanecer allí el tiempo que fuera necesario.

Nada ni nadie lograría cruzar entre las líneas armadas y sus radares, sonares y sondeos.

La humanidad aplaudió esta idea pero no todos estaban de acuerdo con que los conocimientos de Plinio salieron a la luz y estas personas eran las más peligrosas pues en sus manos tenían el dinero y el poder pero dejarían de tenerlo si los avances tecnológicos y la misteriosa energía universal se pusieran a disposición de todos.

Así que algunos compraron a individuos, los sobornaron o amenazaron y dichas personas iban en la tripulación de un navío de un estado o en un submarino atómico o un portaaviones aéreos.

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(Imagen traída de Google)
La reanimación de Plinio estaba en marcha. Se apresuraron a fundir el helio líquido que le servía de colchón y cuando todo estuvo preparado cortaron el cordón umbilical que le unía al Refugio. En el momento de terminar de escindirlo, hubo como un gemido largo y tortuoso de un motor que se apaga porque ha acabado de cumplir su misión, el trabajo para el que fue creado, todas las luces se apagaron; esa luz azulada cesó y solo quedaron los focos que habíamos transportado nosotros a su interior. Cuando se rehicieron, a la orden de Arthur, los cuatro hombres izaron a Plinio y lo llevaron al quirófano-enfermería, como habían hecho con Joyce.

Lo depositaron en la camilla y siguieron vertiendo sobre él aire cada vez más caliente. Enseguida vieron que su piel estaba magullada, incluso en algunos sitios quemada y contusionada, sin saber todavía si había algún hueso roto o derrame interno, así que le vendaron con apósitos para que cuando fuera despertado o su cuerpo empezara a vivir, se fuese curando con los medicamentos más eficaces de la tierra.

Todo él estaba vendado de los pies a la cabeza, como si fuera una momia, incluso ese pene erguido al que las enfermeras trataron con especial cuidado. Le introdujeron tubos por la nariz y le conectaron todos los electrodos y demás cables que habían puesto a Joyce, a los que habían añadido una máquina de respiración artificial, por si acaso, y un corazón mecánico.

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(Este capítulo tiene mucho que ver con la novela, sí y no, pero me gustaría que le prestarais especial atención en relación a problemas semejantes anteriores, actuales y futuros que se presentarán).
(Imagen sacada de Google) 


Arthur recordó de pronto la discusión con su compañero médico-cirujano, Edgar, a raíz del trasplante de corazón del Sr. Jensen, un multimillonario de sesenta años, cuyo corazón fallaba.

Hice una apuesta con Edgar a que pediría corazón de metal. Él rezongaba.

El ascensor se paró delante de la puerta del quirófano. La enfermera empujó, aunque no fuera preciso, la silla neumática volante, hasta donde estaba Edgar.

─Soy el cirujano Edgar Believe, Sr. Jensen. Le voy a atender personalmente, tal como usted ha solicitado, pero antes de proceder a la intervención quisiera saber si desea…

─De metal ─respondió Jensen, sin esperar a que acabara de formular la pregunta─. ¿Acaso tiene usted algo en contra de los corazones de metal?

─No, señor, nada hay en contra, pero estamos utilizando los más modernos corazones…

─De plástico. No lo quiero. Deseo y exijo un corazón de metal, el más fuerte y poderoso.

─Sr. Jensen, no son de plástico, son de fibra polimérica que les dota de una calidad extra al asemejarse tanto al propio corazón humano. Es igual de resistente. Y hasta la fecha no ha habido ningún fallo.

─¿Es que en los de metal hay fallos?

─No, pero si se estropease, por razones electrónicas, sería mucho más fácil que el equipo que interviniese en esa reparación, llegase al corazón de fibra.

─¿Se ha estropeado alguno que haya exigido su reparación?

─No ─reconoció Edgard.

─Entonces ¿está usted sordo Believe? Le he dicho que quiero un corazón de metal y no se hable más.

─De acuerdo, señor. Mañana por la mañana procederemos a su trasplante a las ocho de la mañana.

El Sr. Jensen dio media vuelta y la enfermera, que lo estaba esperando, se lo llevó solícita.

Apenas se hubo ido, entró Arthur, médico ingeniero y supo que había pedido un corazón de metal, aunque no lo dedujo de la expresión de su compañero.

─Bueno, tenía razón, ¿no?

─Por supuesto, pero es que no lo entiendo. Lo más parecido a la corporeidad del ser humano y de su corazón se ha logrado por fin y lo tiene a su alcance. Puede ponérselo y estaría tan seguro de una enfermedad cardíaca como con el otro y es igual de resistente, pero no, no quiere. Prefiere un corazón de metal.

─Era de esperar ─señaló Arthur─. Desde que la ley, que solo se aplicaba en Suiza, dotó de personalidad y equiparó a los robots con los seres humanos, existe una fijación por parte de los humanos, en sustituir cada parte de su anatomía dañada o, antes de que se dañe, por una pieza de metal, teniendo a su disposición otras piezas en todo equiparables a las de metal, pero con la constitución aparente de la carne humana. Sin embargo, todos lo rechazan. Y, al contrario, los robots quieren ser sustituidos por estos implantes parecidos a los humanos.

─¡El mundo se ha vuelto loco! ─exclamó Edgard─. ¿A quién se le ocurre ponerse piezas del otro y el otro del uno? ¿Qué sentido tiene?

─Estás hablando como un racista, Edgard.

─Creo que sí y no me importa, pero yo nunca cambiaré mi esencia, lo que soy, por nada del mundo. ¡No renegaré de lo que soy! ─aseveró Edgard─. Y no entiendo estas mezclas de razas diferentes y estos híbridos que no llevan a ninguna parte. Al final, no distinguiremos un humano de un robot y viceversa.

─Pero si de eso se trata, Edgard. Equiparar a los unos con los otros es volverlos iguales ante la ley. ¿Por qué no ser también parecidos físicamente y en su interior?

─No me parece bien y no creo que el Señor vea con buenos ojos lo que estamos haciendo, alterando lo que él ha creado. ─sentenció Edgard. Y la conversación se dio por terminada por su parte. Recogió sus cosas y con un saludo de su cabeza metálica, el robot Edgard Believe, desapareció.


                                  *********
(Continuará)

viernes, 30 de mayo de 2014

EL SECRETO DEL HUEVO DE ORO XVII, de Ricardo Corazón de León

Un nuevo fragmento de esta aventura de ciencia-ficción, acción, intriga, misterio y amor. En este caso se trata de un capítulo que puede ser leído con independencia de todo y que forma una historia aparte. Espero que os guste. Si queréis leer todo desde el principio pinchad aquí y el fragmento anterior lo encontraréis acá.


                     (Imagen obtenida en google)




Numba, una vez compradas las armas, se las entregó a Robert y Kirushima y se quedó a pasar unos días en su casa con su esposa. En cuanto le vio, ella corrió a estrujarle entre sus brazos y a llenarle de besos y de preguntas. De esto último, el trabajo, ya dijo desde el principio que no hablaría nunca, así que no se habló de este tema. Ngueng, su esposa, le sugirió que podían dar vacaciones a Rigor, pues ella pensaba que después de ocho años sin tener vacaciones ya era tiempo de que se tomase un descanso.

¡Pero si es un robot! ¡Los robots no toman vacaciones, ni necesitan descansar! ─exclamó Numba, estupefacto.

No obstante, tras horas explicándole por qué debía darle vacaciones a Rigor y que si no heriría sus sentimientos, acabó por aceptar, cuando su último argumento también falló. Iban a venir su hijo con su esposa y la bestezuela de su hijo de ocho años y traerían a Rapso, su robot de última producción ─no como el suyo que era viejo y antiguo, pero que les gustaba ─. Así disfrutaría su hija política Ndora presumiendo de su robot, el cual se encargaría de todos los preparativos.

Numba habló con Rigor y le dio las vacaciones advirtiéndole que eran para su descanso y sus cosas pero que no iba a ser así todos los años, a lo mejor ningún otro año.
(Imagen encontrada en google)

Al día siguiente, se presentaron en su flamante aerocoche, carísimo y modernísimo y su Rapso, brillante como el oro que Numba había visto en el Globo. Bajaron los tres y se metieron en la cabaña de vacaciones de sus padres. Ngueng propuso que tomaran unos cócteles y un chocolate caliente para el niño. Todos aprobaron la invitación y le ordenaron a Rapso que los preparase. El robot lo intentó pero no sabía nada de esta cocina antigua que carecía de todos los artefactos robotizados a los que estaba acostumbrado, así que expuso sus problemas.

¡Vaya! ─ dijo Ndora ─ ¿Cómo es posible que viváis en el siglo veintiuno aún?

Si estuviera Rigor lo haría él. Le llamaré ─ dijo Numba. Pero algo en la cara de su esposa le retuvo y además el robot se negaba a recibir explicaciones de una antigualla como Rigor, así que tuvo que pedirle que les ayudara, haciendo él mismo de intérprete para que Rapso no sintiera que las órdenes se las daba Rigor.

La situación era absurda pues ni Rigor tomó sus vacaciones, ni desde luego Numba, que lo único que quería era estar a solas con su mujer y un poco de tranquilidad, sin visitas de un hijo del que no entendía cómo había podido casarse con semejante arpía que le anulaba totalmente, salvo que hubiera sido por sus innumerables contactos, que le habían favorecido en el trabajo, y a los que debía el cargo que ocupaba. Pero, al lado de ella jamás hablaba, no pronunciaba ni una sola palabra. Era invisible. Numba solo le reconocía un mérito a su nuera y es el de no repetirse jamás en sus ridiculizaciones y en sus escarnios. Había conocido gente parecida pero tarde o temprano acababan repitiendo alguna de sus execrables mofas, mientras que su nuera no. Le fastidiaron bien sus vacaciones. Tuvo que estar sirviendo de traductor de dos robots que se entendían perfectamente porque uno de ellos era tan gilipollas como el ama que lo había comprado.
                          (Imagen obtenida de google)

Cuando se acabó la comida y se recogió la cocina y demás, Numba se fue a un rincón de un salón con la intención de descansar. Allí no creía que le molestara nadie, pero se equivocaba. Su nieto Mimgo ─ menudo nombrecito, pensó Numba, cuando recordaba las acepciones históricas que tenía ─, apareció seguido de Rapso, el reluciente robot y dirigiéndose al árbol, sin que al parecer notara la presencia de su abuelo, preguntó que dónde estaban sus regalos.

Exijo que me traigas las mierdas y tonterías que me van a regalar mis abuelos mañana. No pienso esperarme toda la noche para ver las porquerías que me regalan todos los años esos viejos.

¡Amito! ─ dijo Rapso, ─ daría cualquier cosa por poder complacerte pero ignoro dónde están escondidos tus regalos y no puedo, sin permiso de ellos, cogerlos aunque lo supiera.

En ese momento, apareció Rigor con su balanceo y sus ruiditos. Rapso era tan silencioso que asustaba porque nunca sabías dónde estaba y cada vez que te dabas la vuelta estaba detrás de ti.

¡Bola de mierda grasienta! ─ alzó la voz el petimetre, ─ dime dónde están los regalos de mis abuelos, ¡asqueroso abrelatas!

¡Amito, me gustaría mucho satisfacerte! ─ respondió Rigor, con paciencia ─ pero tus abuelos han comprado esos regalos con mucha ilusión para ti. Están emocionados por podértelos entregar mañana ellos mismos y ya queda poco para mañana. Así todos seriáis muy felices.

Si Rapso, el brillante, hubiera recibido una orden así, ni siquiera se hubiera inmutado, pues estaba claro que no se dirigían a él. No habían pronunciado su nombre y, por supuesto, no era un asqueroso abrelatas o algo parecido.

¿Te atreves a negarte, polvorienta y ajada máquina digna de estar en una planta de chatarrería, a darme los regalos de mis abuelos? ¿A no obedecer a una orden que te he dado, deforme? ─ y según lo estaba pronunciando, para hacer más hincapié en sus palabras, le propinó un buen patadón en la espinilla del robot, de acero galvanizado con aleación de cobre y cobalto, con su pie embutido en una zapatilla de dormir que salió disparada antes de darle la patada.

Numba que estaba viendo y escuchando toda la escena y que sabía lo que iba a suceder, lanzó hacia su interior profundas carcajadas y a punto estuvo de levantarse para darle un abrazo a Rigor, del cual había dicho que era un robot que no tenía sentimientos. Pero se limitó a escuchar los gritos de dolor del chico llamando a sus padres y acusando a Rigor de haberle pegado una patada. Lloraba y chillaba de puro dolor, al parecer, se le habían roto dos dedos en su hazaña.

¡Y tú, abuelo! ─ dijo Ndora. Era la primera vez que le llamaba de alguna manera. Nunca tuvo a bien llamarme ni por su nombre, ni papá, ni suegro, pero desde que había tenido al chico, Numba era “abuelo”. ─ ¿estabas ahí y no pudiste hacer nada para impedírselo?

Ndora, ningún robot puede hacer daño de ninguna manera a un ser humano. Tu hijo fue quién pegó una patada a Rigor, aparte de insultarle.

No te creo. Este robot es tan antiguo que seguro que está estropeado y se ha saltado la Primera Ley Robótica.

        ─De todas formas, si a mí no me crees, pregunta al don limpio ese, tu Rapso, que de haberse producido algún daño a su amito lo hubiera impedido aún con su propia vida. Pregúntaselo.

       ─Rapso hubiera dado su vida por el amito, mi ama, pero ese robot antiguo no le hizo nada al amito. Fue el amito quién le pegó a él y se hizo daño. El señor ha dicho la verdad. El amito ha mentido.

Así, a la mañana siguiente y no antes, porque era de noche, se marcharon, el domado hijo, la víbora de su esposa y el grumete al que Numba hubiera apalizado si le dejaran a solas con él, lo cual debía saber Ndora porque jamás permitía que ese renacuajo y su hijo estuviese solo con su abuelo. Mientras les miraban partir desde el porche, Ngueng se secaba las lágrimas de los ojos y se metió dentro de la casa. Numba echó el brazo por el hombro de Rigor y le dijo que sería la última vez que le daba vacaciones. Lo cual fue aplaudido por éste ya que le confesó que lo único que había pensado en todo este tiempo de libertad era lo bueno que sería que no existiese la Primera Ley…
(Imagen subida de google)

Numba se quedó estupefacto. No durmió en toda la noche. Tenía que dar cuenta de cualquier robot en el que se observara una conducta extraña y desear que no existiese la Primera Ley era muy extraño y muy peligroso, pero el disgusto tan terrible que le daría a su mujer si le privaba de su robot-hermano, no lo iba a poder superar jamás y no le volvería a dirigir la palabra. Así que tuvo que concluir que los robots sí sentían y pensaban y que Dios se apiadara de él por no obedecer la orden de entregar a mi robot.

De esto no dijo nada a su esposa y al día siguiente se marchó, asegurándole que si la próxima vez que volviese, avisaba a su hijo y su familia, no volvería a verle jamás. Ella le miró, asustada y se iba a poner a llorar, cuando vio la mirada de su esposo. Algo le dijo que hiciera lo que le pedía. Se despidieron con un beso y Numba, deseoso, se marchó a ese Polo Sur que para él era ahora más querido que su propia familia.

(Continua aquí)
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martes, 20 de mayo de 2014

EL SECRETO DEL HUEVO DE ORO XVI, de Ricardo Corazón de León

Hace ya tres semanas que no he publicado ninguna entrada, quizás más. Tras estas vacaciones en la escritura hoy os pongo un episodio doble. Ya sabéis que en el anterior episodio nos quedamos aquí y toda esta historia empezó acá 
La historia es de ciencia-ficción, aventuras, acción, thriller y amor. Mirar a ver si os gusta. Espero que sí.


(Pintura de Lauren D. Adams)


(Música compuesta por Jaime Barkin para esta aventura exclusivamente. Detrás hay otras canciones que podéis escuchar).
Después de enderezar la Bola del Mundo señaló la Antártida y con un delineador dibujó desde Brasil, su punta, hacia abajo y uniendo en línea recta con África, para luego posarse otra vez en la Antártida. Mientras lo hacía y lo recubría de rayaduras indicando que esa era su tierra, pronunció su nombre Silver. Silver era su país. Cuando intentó señalar al enemigo dio más vueltas al globo y lo miraba extrañada, hasta que lo vio claro. Unió la punta de Canadá hasta mitad del Atlántico y desde ahí en línea recta hacia el sur y llegando a la altura de Brasil y acabando por el otro lado en la Cordillera Andina que todos conocemos. Luego rellenó todo, indicando que eso era tierra y ese país se llamaba UnderBov. De modo que las dos Américas del Norte y del Sur estaban unidas en una sola y la zona perteneciente al Caribe y mitad del Atlántico eran tierra del enemigo y había otro continente, actualmente Antártica que incluía todo el Polo Sur, desde Brasil, siendo todo tierra hasta África a la que incluía. Ese era el territorio de Silver.

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Ella se había hecho traer otros objetos de los que aún no habían visto ni investigado desde lo del accidente y muerte de Fiodor Vlaskov. Les mostró una cajita hecha de algo semejante al nácar de colores pero no era ese material. Joyce la abrió y procedió a tocar colores, aparentemente, al azar y cada vez que tocaba uno de la caja salían unos zapatos del color que había solicitado, en ese momento eran verde turquesa, tal y como iba vestida. Se parecían a unas manoletinas pero nada en su composición reconocían y la forma tampoco era exacta. Era como una segunda piel para el pie pero fuerte y resistente que abrigaba y al mismo tiempo impedía que cualquier piedrecilla o guijarro se clavase en el pie haciéndole daño.

Los científicos ya tenían otro artilugio para investigar. Se pusieron a palmotear como niños.

Geraldine le dibujó a Joyce un zapato de tacón alto y estrecho y ella lo miró horrorizada, pero la antropóloga le preguntó si la máquina era capaz de construir algo así, que no estuviera programado en su mundo.

¿Para qué quieres eso? ─ le preguntó Joyce.

Para usarlos en los pies.

A pesar del extrañado gesto que puso, parecido al de cuando alguien cree que otro está mal de la cabeza, se limitó a tocar una serie de colores y cuando le preguntó el color en que los quería, Geraldine dijo

Morados─ y le señaló sin tocarlo el color más parecido que había al morado en su cajita de zapatos.
(Imagen obtenida en google)


Joyce presionó otro distinto y salieron un par de magníficos y preciosos zapatos de tacón de aguja, igual que los que se llevaban en el siglo pasado y se volvían a llevar en este, por las chicas más a la moda. La única diferencia es que no estaban hechos de ningún material que hubieran hecho los humanos.

Muy contentos se quedaron todos y mucho más aún cuando después cogió algo que se asemejaba a un ábaco pero en donde las bolas contadoras no corrían a través de un cable o sedal si no en el aire, como ionizadas y cada vez que Joyce ponía su dedo en cualquiera de ellas una música diferente sonaba. Músicas relajantes, hechizantes, mágicas. Nunca oídas pero no por eso dejaban de apreciarse como auténticas melodías cercanas a la perfección. Además, Magnus y los demás, notaban sobre sí mismos, distintos sentimientos que les embargaban con las diferentes melodías escuchadas. En eso se diferenciaban de las humanas en que las nuestras podían producir esos sentimientos o los contrarios o no sentir nada, dependiendo de los gustos. Sin embargo, en el ábaco era imposible sustraerse a ellos. Todos sentían lo mismo, como si la verdadera magia del aparato no fuera ya solo la música armoniosa con que nos deleitaba sino la capacidad de producir diversos estados de ánimo y sentimientos en nuestros corazones.

Y de esta forma Joyce se echó hacia atrás cogiendo nuevamente mi mano y dando a entender que por hoy era suficiente. Los científicos se llevaron los dos nuevos aparatos como si fueran los regalos más hermosos y caros que les hubieran entregado en su vida. Iban a investigarlos y probarlos. Richard que les precedía con la cajita de zapatos iba caminando ridículamente sobre las puntas de los pies y silbando una de las melodías que había escuchado. Los demás le seguían señalándole y sonriendo. Eran felices.

Aquél día había sido fatigoso y pronto nos quedamos dormidos. Yo la contemplaba dormir, sentado en una silla con su mano entre las mías y agaché la cabeza para darle un beso pero temí despertarla y muchísimo más su reacción. Así que me enderecé, me estiré y me acosté en mi cama, próxima a la suya, con un suspiro de felicidad. Para mí lo que tenía ahora era todo lo que quería tener.
(Fotografía encontrada en google)
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Como era de esperar, la máquina de zapatos estaba igualmente vacía, al ser desmontada. No había ni una molécula o un átomo que se pudiera reconocer como propulsor de la energía necesaria para dotar a la máquina de lo necesario para hacer zapatos y sin fin. Eternamente.

Los zapatos resultaron ser como los vestidos, resistentes, nunca se manchaban, eran irrompibles, no se deformaban y hasta corregían las dificultades que tuvieran las personas al caminar. Servían de plantillas y de correctores.

La máquina fue otra cosa que interesó soberanamente a todo el mundo. Una máquina que con solo un toque podía aplacar a las masas vociferantes convirtiéndolas en hermanitas de la caridad o revolverles por el suelo en un ataque de risa sin precedentes.

Esto era un verdadero triunfo, pero debía usarse por todos y con prudencia pues si caía en manos indeseables o no adecuadas, se transformaría en un arma terrible contra la libertad.

Todos los hogares recibían con entusiasmo estas nuevas. Los más humildes pensaban en poder por fin, alimentarse, vestirse y calzarse.

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(Imagen encontrada en google)
Arthur y Edwina fueron los últimos en abandonar la enfermería y tras una ojeada, subieron al ascensor, se bajaron y cerraron la puerta.

De detrás de unas cajas recién traídas se alzó una sombra. Era un hombre que estaba a punto de congelarse, después de esperar agachado más de una hora. Se frotó, saltó, volvió a friccionarse, corrió sin moverse, hasta que sintió que por su cuerpo volvía a circular la sangre. Se dirigió con presteza al laboratorio de imagen y lo abrió. Conocía los mandos. Vio la cámara principal que siempre estaba enfocada en el interior del globo, en dirección al hombre, a Plinio. Manejándola la detuvo en un punto en las estanterías, donde se encontraban los enseres y objetos que Joyce no había reclamado o que aún no se habían investigado y, localizó lo que estaba buscando, agrandando su imagen. Era el arma. Eso es lo que venía a buscar.

No había conseguido ningún traje de astronauta, de esos especiales, pero sería cuestión solo de un minuto y estaba bien abrigado. Sin dudarlo se dirigió al globo, aprovechando que ahora no tenía centinelas, entró y le sorprendió esa estructura de oro, armazón inequívoco de una casa o un edificio o algo similar, aunque muy distinto a cuantos había visto. Sabía por dónde había que ir y no perdió su tiempo. Subió los escalones y pulsó en la puerta del huevo, que se abrió. Entró y se dirigió hacia la estantería, mientras notaba cómo sus pies se helaban, sus pantorrillas, sus manos y brazos. Entonces respiró y los pulmones y su garganta, el esófago entero se congeló. Se le congelaron los ojos, la nariz y aún le dio tiempo a sentir cómo se le congelaban los genitales y el cerebro. Al caer se estrelló contra la nariz que se rompió, pero él ya estaba muerto.

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(Fotografía mía del glaciar Upsala, en Argentina)

Cuando Frank Spoiler apareció en el centro de información y vio la cámara movida, maldijo en voz alta, preguntando quién había sido el último en tocar la cámara. Nadie había, así que no esperaba respuesta y miró la pantalla. Se veía muy claro lo que enfocaba: el arma. Sondeó en busca de cualquier alteración visible. De la nieve en polvo que había en el fondo del huevo asomaba algo de color negro que no podía determinar, así que dio la voz de alarma.

Todos acudieron volando y en menos de doce minutos Richard, Robert y Magnus estaban con sus trajes de astronautas accediendo al globo interior y bajaron por las escaleras hasta lo que parecía una mancha negra. Se trataba de un hombre sin escafandra ni traje espacial que había muerto congelado. Los técnicos intentaron llevárselo de una pieza pero fue imposible y acabó partiéndose en cinco trozos.

Una vez descongelado registraron sus bolsillos y vieron la tarjeta de acreditación de periodista, representante de El Universal, de Venezuela, coincidiendo su foto con lo que quedaba de su cara.

Después de emitir esta noticia, Enry Lavois les dio, de nuevo, consejos y órdenes a los periodistas para que no accedieran a las instalaciones que tenían prohibidas, no sólo porque era muy peligroso, como podían ver sino porque el momento era muy delicado, estando pendientes de reanimar a Plinio.

En cuanto bajaron de nuevo al Laboratorio les informaron que el hombre que había muerto no era quien decía ser y que El Universal, de Venezuela no tenía a ninguna persona en nómina que se llamase así y que su enviado era el mismo que el de Colombia, de El Periódico. Se reunieron los principales investigadores con los técnicos y los médicos. Se imponía reforzar las guardias, puesto que si no pertenecía a ningún periódico estaba claro que era un espía tratando de llevarse algo, de destruir pruebas o incluso, de dañar de forma irreparable a Plinio.

Esto no lo podían consentir, pues las diferencias entre ellos, culturales, políticas, militares, sociales… quedaban barridas por el sentimiento común que les embargaba: el deseo de saber más y de ponerlo al servicio de toda la comunidad, para la Humanidad entera y no solo para unos pocos. Aquí funcionaban como una sola mente y un solo corazón. Alguien propuso contratar mercenarios, pero Numba, el africano, se opuso rotundamente. Llegaron a la conclusión de que comprarían armas y se defenderían ellos mismos. Al encargo de la compra armamentística, Numba se ofreció, acompañado de Kirushima, el japonés y desde ese momento en adelante, irían por parejas, sin despegarse y siempre un oriental con un occidental. Ninguno tuvo nada que objetar y Numba, Kirushima y Robert partieron a comprar armas. Tenían suficiente dinero con mil kilos de oro puro, que habían ido sacando de los bordes y de los deshechos.

Este nuevo acontecimiento había producido el efecto contrario al que se esperaba, una anarquía, un desconcierto y una desorganización. Por el contrario, se habían fortalecido los lazos y la unidad entre todos los miembros de la expedición, sin que por ello nadie se fiase del todo de nadie. La firmeza y estabilidad de la expedición se reafirmó. Habría turnos de veinticuatro horas. En ningún momento se dejarían solos a la pareja, ni las instalaciones, ni las entradas. Trajeron perros detectores de minas y otros explosivos. Un robot sería imposible de manejar para hacer algo en contra de un ser humano, por lo que quedaban descartados.

Pusieron dos bombas en la entrada del ascensor que permanecían siempre en uso, salvo que ellos autorizaran el paso de alguna persona. Entonces las bloqueaban, poniéndose en comunicación con Ibiza Dos quien interrumpía la acción de estallar.


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