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martes, 30 de julio de 2013

EL BOSQUE VIVIENTE (2ª parte) de Ricardo Corazón de León

Segunda parte del relato y final. 







EL BOSQUE VIVIENTE (2ª parte) de Ricardo Corazón de León

(continuación) 


Me levanté tarde, un poco aturdido y, por supuesto, no vi a Clara. Intentando recordar qué era exactamente lo que pasó fui a la ducha para despejarme y, puesto que nadie respondía a mis llamadas, me vestí con la extraña sensación de dejà vu. Al igual que el pasado día Clara apareció a una hora indeterminada pasada con mucho la que utilizábamos normalmente para comer. Saltó a mis brazos como había hecho el día anterior y yo la recibí con el mismo cariño pero con algo de reserva. Le recriminé no haberme esperado para ir con ella al bosque, pues sabía que me encantaban los paseos matutinos a su lado. Además, tampoco había mucho que hacer y el propósito de dejar de trabajar era estar juntos, planeando, organizando, proyectando futuros viajes y todas las actividades que por falta de tiempo, nunca pudimos hacer.

Ella se sintió arrepentida pero de inmediato, se disculpó bajo la excusa de dejarme dormir y de que al día siguiente iríamos juntos donde yo quisiera. No estaba seguro de si pensaba lo que decía. Era como si lo dijese pensando en otra cosa y así permaneció el resto del día, intentando disimular su estado semi-hipnótico y atendiendo bruscamente a lo que yo hacía o decía.

No podía comprender qué era lo que le había sucedido a Clara desde que llegamos aquí pero ella ya no estaba o estaba tan escondida que no salía a la luz. No sabría explicar cómo lo adiviné pero desde el momento en que mi mente dio forma al temor convirtiéndolo en pensamiento, me convencí como si fuera lo más natural. Ni una duda se me pasó por la cabeza acerca de quién era esta persona que llevaba el cuerpo de Clara. Pero tampoco miedo. Más bien, certeza y sensación de pérdida muy aguda pero a la que no iba a dar rienda suelta hasta que supiera qué era lo que había pasado y a qué se debía este cambio.

Con esa intención, en cuanto se quedó dormida, después de comer-cenar, me dirigí hacia el bosque, recordando el sueño que tuve y empezando a creer que tal vez no fue solo un sueño, que quizás hubiera sido un reflejo inconsciente de mi mente advirtiéndome de lo que podía suceder, pero tampoco estaba claro lo que me quiso decir, si es que esto era así. Al llegar a la altura del roble sentí su presencia benigna, amistosa, casi humana, quizás por el contraste con la violenta actitud que experimenté nada más sobrepasarlo. Era como haber cruzado de mi casa a un campamento lleno de enemigos, cuyos ojos me inspeccionaban y ninguno lo hacía de buen grado. El bosque entero me vigilaba, me seguía y en cuanto me encontré dentro sentí como si una puerta invisible se hubiera cerrado atrapándome ahí.




         Mis pies no hacían ruido al andar sobre el musgo y seguí una pequeña senda casi desdibujada internándome en ese ambiente tan hostil. Los robles y hayas parecían abrirse paso ante mí y, al contrario, si miraba hacia atrás, los cedros, abedules y todos los árboles del bosque parecían formar un ejército cada vez más intrincado y espeso que se interponía entre mi ansiada casa y yo. Pero estaba decidido a encontrar algo que no sabía denominar pero que se había llevado a mi esposa y me fui internando dentro, cada vez más dentro del propio corazón del bosque. Lo notaba y no sé explicar por qué pero el silencio era absoluto como si se esperase algo ¿una feroz batalla tal vez? No sé, pero no resultaba nada natural este silencio ausente de pájaros, insectos o siquiera viento. Así me encontré en una zona en la que los árboles no crecían, rodeado de helechos pequeños y matorrales bajos y arbustos de brezos. Me paré mirando alrededor de este perímetro que era como una calvicie en el bosque. Desde allí me observaban acebos, fresnos, alerces, pinos, hayas, robles y también algunos grupos desperdigados de enebros y de eucaliptus.

            Mi intención no era detenerme pero lo hice y, aunque tarde, me di cuenta de que algo me había hecho parar, perder mi tiempo, mi búsqueda. El silencio tan profundo y extraño y el sol todavía en el horizonte daban al lugar una solemnidad sobrecogedora. ¿Qué era yo frente a aquello que vivía desde hacía miles de años?




            ─Esto siempre ha estado así ─pensé─. Nunca ha cambiado. ¡Estoy rodeado de miles de años! Miles de años que viven en un único corazón que bombea en el bosque y detrás de este bosque están todos los bosques del mundo y hasta el fondo del mar con sus algas les pertenece. La textura de la densa y pesada cortina que colgaba sobre aquel lugar pareció volverse más espesa. Sentí que me faltaba el aliento. Entonces, creí que esa capa se movía. Esa presencia oscura e indefinida que siempre acecha tras la apariencia externa de los árboles se estaba acercando. Contuve el aliento, miré fijamente a mi alrededor y agucé los oídos. Una ligera alteración se iba extendiendo por ellos. Al principio fue algo tan inane, tan nimio que me resistí a aceptarlo. Después, aunque confuso, fue creciendo hasta que por fin se manifestó exteriormente con toda claridad.

            ─Tiemblan y se transforman, eso es lo que sucede ─dije en voz alta, más por oír algún sonido que para manifestar lo que acababa de presenciar.




            Todos aquellos árboles se habían dado la vuelta y ¡me miraban!. Hasta ahora yo les miraba a ellos pero en ese momento se centraban exclusivamente en mí. Era una mirada fija que se clavaba en mis ojos y mi cara, que me recorría todo el cuerpo. Esa forma de mirarme expresaba crueldad, rencor, hostilidad, maldad. El corazón latente del bosque se encontraba a pocos pasos de mí y me sentía en inferioridad de condiciones ya que todos ellos me miraban a mí y yo ni siquiera podía devolverles la mirada. Pero la sentía sobre mí y debajo de mí el mundo del animal, el alma del bosque milenario se estremeció y tembló y cuando pensé que una criatura sobrenatural y arcana como la muerte iba a levantarse pude ver, con un estremecimiento, como Clara pasaba por delante de mis ojos andando lentamente por el bosque. Admiraba sus formas atléticas mas fuertes, pero al contemplar su cara algo se rompió en mi corazón. Su cara reflejaba una felicidad y un placer tan intenso como no recordaba desde los primeros tiempos en que nos conocimos y hacíamos el amor. Pero ni aún entonces vi una cara más embelesada, fascinada, atenta y en comunión con aquello que a mí se me escapaba y que era lo que había venido a buscar.

            La punzada de los celos fue horrible, como un puñal, ya que nunca los había sentido en toda mi vida, no sé si porque no me dieron motivo o porque es mi naturaleza, pero yo quería ese amor que se desparramaba por su cara y su cuerpo sólo para mí.

            Quise gritar, moverme, llamarla de alguna manera pero no pude. Estaba pegado al suelo, enraizado y mis cuerdas vocales se habían petrificado. No pude hacer otra cosa que verla pasar entregada, enamorada y dispuesta para la unión con su amor, con su vida entera… y, de ese modo, ante mis ojos, mi esposa se internó en los brazos amorosos del bosque que la recibió con los honores de una reina, para a continuación amurallar la entrada.




            Que esto sucediera ante mis ojos y que fuera real era algo para lo que yo no estaba preparado y el más absoluto terror se fue apoderando de todo mi cuerpo, incluso de zonas que yo desconocía como la nuca, las orejas o las axilas. Temblaba convulsivamente y lloraba con lágrimas nunca derramadas. Nada podía explicar el horror que sentí hacia algo que ni siquiera creía comprender pero que se había apoderado de mi esposa, de mi amada, de todo lo que yo quería en la vida. ¿Cómo explicar que el bosque se enamoró de ella y ella de él y se marchó? ¿Cómo definir ese odio visceral que sentía, la imposibilidad física y mental de oponerme de cualquier forma a esa comunión, la forma en que yo había visto a la bestia oculta en el bosque?

            Me puse en pie, después de haber caído por dos veces e intenté seguir a Clara, la ruta que ella había llevado pero la bestia bramó y su chillido ensordecedor me atravesó de parte a parte y me volvió a tirar. Miré adelante y vi una cara hecha de troncos y copas, con la melena verde al viento y los ojos negros, profundos derramando odio hacia mí. Su boca, un agujero oscuro y azabache se presentaba como un pozo sin fin, como un agujero negro espacial pero, al contrario de éste, con el bramido atronador que salió de allí me expulsó violentamente metros de distancia, golpeándome contra troncos en distintas partes del cuerpo y siguió hasta que en uno de esos golpes perdí el sentido.

            Cuando desperté el día estaba en lo alto y aunque no podía precisar si se trataba del día siguiente o de un minuto después lo que sí noté fue que la bestia, el ser abominable que había visto y que me había lanzado bramando no estaba o eso pensé. Pero de repente estaba junto a mí o había estado antes mas yo no me di cuenta. En esta nueva forma de presentarse me trastornó mucho más aún que la anterior, pues en esta se presentaba como una figura femenina, sensual, caliente, tierna, íntima, compresiva y deseable que intentaba que reclinase sobre ella mi pecho herido y me dejase consolar, que me ¿enamorase como había hecho con Clara? Puede que fuera esa su intención, pero el pánico se desató y aquella figura voluptuosa se me antojó terrible y aterradora. Sin pararme a pensar huí, corrí con todas mis fuerzas, sin darme cuenta de las contusiones o heridas que tenía y las que me hiciera en el camino.

            Para mi sorpresa, inmediatamente, el sendero casi invisible que me trajo hasta aquí se mostró claro y nítido. Lo seguí y la arboleda que como un ejército vi antes impidiéndome el paso y cerrando filas para que no escapase, se había desvanecido. Los árboles parecían apartarse a mi paso y no creo que nunca en mi vida haya llegado a cruzar una longitud igual en menos tiempo que ese día.

            Cuando salí y estuve en terreno sin floresta, miré hacia atrás y entonces sí vi la barrera, la gigantesca formación en forma de pantera oscura y peligrosa de la que había escapado sorpresivamente y que nunca me permitiría regresar a por mi esposa.

            Un rayo de esperanza me quedó todavía, asiéndome al pensamiento de que quizás Clara había vuelto a casa mientras yo permanecía desmayado en el suelo, pero al mirar hacia nuestro gran roble, nuestro hermoso centinela, cuidador y amigo, tuve la certeza de que ella se había ido para siempre.




            El gran roble estaba resquebrajado, parecía como si le hubieran partido hacia atrás todas las ramas, cayendo en dirección a la casa. La selva se las había arrancado para poder acceder y derribar la última barrera que le quedaba para llegar a Clara. El tronco también apareció roto como si un vendaval potente le hubiese quebrado. Y cuando me acerqué a él, con lágrimas en los ojos, ya no sentí nada. No sentí esas sensaciones de seguridad, amistad y benevolencia. Ya nada quedaba de nuestro roble ni de mi esposa.

            Algo en lo que nunca creí y que era diabólico en su inmensidad se la llevó para siempre de mi lado.

            A veces pienso qué hubiera ocurrido si llego a entregarme a esa odalisca voluptuosa que me presentó como ofrenda el bosque.



                                                           FIN

domingo, 28 de julio de 2013

EL BOSQUE VIVIENTE (1ª parte) de Ricardo Corazón de León

Este relato era en honor a la playa pero después la protagonista adquirió independencia y se fue donde de verdad quería ir. Lo he dividido en dos partes para que no os sea muy pesado. Espero que os guste. A mí desde luego sí.











                                        


                              EL BOSQUE VIVIENTE I

Así era como yo imaginaba mi madurez. Tal como estaba siendo. Para eso trabajé día y noche, hasta casi desfallecer y gané suficiente dinero como para que pudiera disfrutar con holgura de mi madurez sin trabajar. Antes de que sucumbiera a la vejez o a los estragos de la edad, me retiré a deleitarme con mi esposa en nuestras propiedades.

            Pasábamos normalmente seis meses al año en la Costa de Cádiz, en un pueblo llamado Sanlucar de Barrameda, donde teníamos un gran chalet al mismo borde del mar lleno de pinos y de palmeras que es lo que más resiste al impío viento del estrecho. Era una mezcla abigarrada pero proporcionaba el frescor suficiente como para que no tuviéramos que utilizar en ningún momento, pese a la calígine, el aire acondicionado. Bastaba introducirse en nuestro pequeño bosque para que el calor se transformase en una frescura suave y apetecible. Mi esposa, Clara, es una mujer independiente y muy inteligente. Supo inmediatamente cuando posó los ojos en mí que yo sería su caballero andante y, eso antes de yo saber siquiera que ella existía. Su modo de ser y su físico entonan con su carácter. Ojos azules y grandes. Labios gordezuelos sin necesidad de cirugía y una piel fina pero fascinantemente resistente. Complexión delgada pero atlética, manos pequeñas, vivaz, tremendamente activa y rápida. Sabía gozar de la vida, de lo que día a día le ofrecía el mundo.

            No hace falta decir que la primera en alentarme y alegrarse por mi decisión fue ella misma apoyándome y ayudándome en todo el papeleo y el proceso. Estaba ilusionada. Esperaba grandes viajes y, sobre todo, la tan ansiada compañía de estar a mi lado todo el tiempo y poderme leer, como tantas veces intentaba, sus maravillosos relatos fantásticos y de terror y sus novelas tan dispares como sus vastos conocimientos, de ciencia ficción, suspense, románticas y, sobre todo, la última, una saga histórica, a la que le había tomado especial cariño y a la cual seguía dando vida día tras día. Llevaba publicados tres tomos y cada vez tenía más lectores que solicitaban el siguiente volumen.

            Yo deseaba tanto como ella recrearme en su compañía. Sabía que mientras duró el trabajo ella estaba en segundo término, pero lo acató, pensando siempre en el ansiado placer de estar juntos jóvenes y enamorados. Yo adoraba su voz, su inteligencia, su vasto dominio de casi todos los temas y podía pasar horas enteras a su lado escuchándola hablar, tanto si leía, como si hacía el payaso. Sus carcajadas sonoras y pegadizas me volvían loco. Me hubiera comido su sonrisa si se pudiera hacer sin que esta desapareciese.

            El día en que cesé de trabajar cesaron los móviles y las charlas por internet. Queríamos estar solos de verdad. El ordenador se usaba exclusivamente como procesador de textos y ni qué decir tiene que en la cabaña que habíamos comprado en la montaña hace diez años ni siquiera habíamos contratado cobertura para wifi o móviles.

            Yo me moría por el sol. Me encantaban las estancias veraniegas de seis meses en la playa pero esta ya había terminado y nos dispusimos a trasladarnos a nuestra sierra predilecta, al abandono absoluto, sin nadie alrededor, sin vecinos, sin un alma, salvo que fueran especialmente invitados para ello.

            A mi esposa le ocurría lo contrario en cuanto a gustos, parecía revivir en el contacto con aquellos bosques llenos de susurros, sombríos y, según ella, con vida propia. Temblaba de emoción y había preparado las cosas tan rápidamente que aunque estaba acostumbrado a su velocidad de proceder en todo, logró sorprenderme y hacer pensar que ya lo había tenido preparado de antemano.

            Así que dándole mil gracias al sol gaditano y a sus gentes, al mar con sus olores y a la preciosa luz del sol de la costa, nos fuimos a nuestra casa en la sierra. Lo cierto es que llamarla cabaña no era un término adecuado pues era mucho más vivienda que la casita de la playa.  Tenía mucho más empaque, era más sólida y estaba construida con la idea de perdurar durante generaciones enteras. Era nuestra casa de piedra y teja en mitad de la masa de oscuridad del bosque que la circundaba. Llegamos al anochecer y envuelta en tinieblas nuestra casa con su cerco parecía aún más estrecha, a pesar de las medidas considerables de la misma. La presencia en aquél lugar de aquel jardín tan cuidado con sus arriates de flores dispuestos regularmente, resultaba casi una impertinencia. Parecía un pequeño insecto de vivos colores que pretendiese instalarse sobre un monstruo dormido, o una abigarrada libélula que se apoyase con descaro a la orilla del mar al que le bastaría lanzar la más pequeña de sus olas para engullirla. Sí, aquel bosque había crecido desde la última vez que lo vi y su profundo ser se había ido esparciendo tras miles de años de crecimiento. Yo lo veía como una especie de monstruo durmiente. Nuestra casa y jardín se hallaban demasiado cerca de la extensión de sus límites. Y cuando los vientos soplaban con fuerza y levantaban sus sombrías faldas de color negro y púrpura… parecía que el bosque tenía una personalidad única.

            Sin embargo, yo allí me sentía tranquilo y a salvo de la modernidad y la tecnología. El intrincado bosque que nos rodeaba no me producía ningún desasosiego y a Clara se la veía rejuvenecerse por momentos. Parecía conectada con aquella casa, pensé yo, o con su entorno, pero era visible su energía renovada y su sonrisa embriagadora.

            Dejamos para el día siguiente la colocación de los bártulos y fuimos a dar un paseo hasta nuestro roble. Este era el lugar en el que le había declarado mi amor y bajo cuyas ramas nos habíamos amado por primera vez. Fue una casualidad que yo viniese a esquiar a las montañas, con lo torpe que soy y que hubiera coincidido en la tienda súper-mercado única que existía en la localidad, con aquella inteligente y simpática mujer de ojos azules y alegres.

            Para mí este roble era un verdadero amigo y no estaba en el bosque ni tampoco en nuestra propiedad. Estaba en medio, como una avanzadilla del bosque o como un centinela que nos guardase y cuidase de nosotros. A mí me gustaba pensar esto último.

Mi esposa pronunció en voz alta, justo lo que yo estaba pensando
─¡Es extraño la sensación tan vigorosa que tengo y que me parece transmitida directamente por los árboles! Tienen una vitalidad inmensa y oscura ─. Dijo mientras se quedaba pensativa reflexionando.

El paseo nos abrió el apetito y volvimos raudos para cenar y acostarnos. Al día siguiente madrugaríamos y nos pondríamos manos a la obra.

                                               *********

Me desperté con el canto olvidado de aquellos pájaros y el rumor del viento sobre las copas de los árboles. Antes de abrir los ojos, me deleité con los olores del bosque tan diferentes de los de la mar. Al abrirlos, me di cuenta de que Clara ya se había levantado. Sonreí y creí percibir el aroma del café recién hecho, pero tras vestirme comprobé que no había nadie en la casa ni en sus alrededores. Era extraño, pero tampoco inusual. Clara siempre ha sido tremendamente independiente y no le gusta nunca decir dónde va o de dónde viene. En este caso y con el coche en la puerta solo podía haber ido al bosque, estaba claro. Así que me dispuse, animado, a preparar un buen desayuno.

 Pasaron las horas y Clara no aparecía. El desayuno ya se había enfriado y el sol ya se hallaba en el cénit. Decidí salir a buscarla aunque era muy probable que acabásemos cruzándonos el uno con el otro. Por primera vez me arrepentí de la decisión acerca de los móviles pero esto no estaba previsto. Cuando me disponía a cerrar la puerta, la vi venir envuelta en un halo de energía y tuve la extraña sensación de que no venía sola, aunque no tenga ningún sentido lo que digo.

El último tramo lo hizo corriendo feliz hasta mis brazos, lanzándose sobre ellos como si hubiera llegado a puerto después de haber estado varios días a la deriva. La abracé contento y alegre de su presencia. Olía a bosque, a musgo, a eucaliptus, a viento. Su aliento era el mismo bosque. El pelo corto y rubio alborotado caía sobre sus ojos y al levantarle la barbilla para besar sus labios creí ver sus ojos de color verde intenso, pero, desechando esa idea absurda la besé y cuando la miré de nuevo eran azules como el cielo.



Llegaba emocionada, hablándome de lo mucho que había echado de menos este rincón del mundo. Lo hermanada que se sentía con todos aquellos árboles, con cada uno de ellos y siguió hablando con detalle de todos mientras deshacía el equipaje y colocaba todo en su lugar. Yo iba siguiéndola de una habitación a otra y no sabía si asustarme de esa energía y de ese súbito amor hacia el bosque o alegrarme de la fuerza renovada.

Siguió su disertación con los intervalos propios de la comida, la siesta y la cena. El tema era interesante pero no recordaba yo este febril apasionamiento por un tema desde que tuvimos el placer de trabajar juntos un año y entonces el apasionado y monotemático era yo y el tema el trabajo, por supuesto. Así que me quedé encantado pero alerta de esta nueva faceta de Clara.

Por la noche me despertaron unas voces que susurraban y una pesadilla en la que me veía atrapado por las ramas de múltiples árboles que me asfixiaban rápidamente. Cuando abrí los ojos, tuve que volverlos a cerrar y abrir. ¡No era posible lo que estaba sucediendo a mi alrededor! Sombras verdes, del color de los árboles oscuros, se acercaban a Clara y la rodeaban. Sombras con contenido, no planas sino con todas sus dimensiones y hablaban entre ellas con el rumor que suena en los bosque en los días de más viento. El olor a madera, a bosque, a naturaleza vegetal era tan intenso que apenas podía respirar. Sé que no estoy loco y que esto es real, que está pasando, pero cómo traducir estas sensaciones y llevarlas a pensamientos racionales. Más que asustado estaba hipnotizado. Era un espectáculo de lo más atrayente y algo me tentaba a arrebujarme en la cama y volver a dormirme en los brazos de aquellos árboles tan protectores. Y como lo pensé, lo hice. 









                                               *********

(continuará... )

sábado, 20 de julio de 2013

AROMA LETAL (2ª parte), de Ricardo Corazón de León

Para no haceros esperar más y para que no se me olvide a mí os pongo el desenlace de este primer relato largo que escribí.

AROMA LETAL












(continuamos...)
–Por eso, he resuelto que podría resultarle útil esta entrada al jardín que le voy a mostrar y que todo el mundo ignora excepto servidora─.
            Yo estaba impávido, no salía de mi asombro, sintiéndome venturoso por la fortuna que Dios ponía en mi camino, para poder acceder a mi amada Violeta, bajo cuyo influjo había caído inevitablemente. Ni siquiera me extrañaba el hecho de que esa anciana supiera y cómo, que yo pasaba las horas muertas mirando al jardín. Nada me pareció fuera de lugar. La seguí animoso, por entre las estrechas callejuelas y debajo de las arcadas. Llegamos al final, me indicó cómo se abría el portón y se marchó dejándome solo y sin apenas poder darle las gracias, por este inusitado favor que me había hecho.





            De pronto, me vi dentro del jardín, en la parte descubierta, teniendo mi ventana encima de mí. Estaba confuso y nervioso, pues no había preparado en modo alguno mi encuentro con mi amada o con su padre e ignoraba lo que pudiera suceder al encontrarme allí, dentro de sus propiedades. Estaba pensando en cual debía ser la mejor postura a adoptar, cuando un crujido de sedas o telas hizo que me girase viendo a mi amada Violeta salir del pórtico.
Su cara era de sorpresa pero sobre ella se reflejaba una alegría intensa y un gran gozo y como si no hubiera nada de extraño en mi presencia allí, me saludó.
            ─¡Buenas tardes! ¿Ha decidido usted ver por sí mismo las exquisitas flores del jardín de mi padre? No me extraña, ya que es usted un entendido─, haciendo referencia al ramo de áster que en su día le ofrecí. Lástima que no esté aquí mi padre para explicarle todas las ventajas y virtudes de cada una de estas flores que él personalmente cuida─.
            ─Puede usted hacerlo en sustitución de su padre. Yo escucharé interesadamente todo lo que pueda decirme, cualquier cosa aunque no sea de flores─ me apresuré a decirle inmediatamente.

            Y así de esta forma tan sencilla nos aventuramos en el jardín paseando entre las muchas avenidas que allí había. Así deambulando y recorriendo el jardín llegamos a la fuente central, donde se hallaba la magnífica planta. En ese momento sentí un aroma fuerte, penetrante y repugnante aunque atrayente. Me di cuenta de que ese era el mismo olor que despedían los labios y el aire que expulsaba Violeta al hablar aunque el de ella casi parecía pasar desapercibido. Al verla, Violeta se agachó y la abrazó como si de su hermana se tratase.
            ─¡Oh, querida mía! Me he olvidado de ti por primera vez. Cuanto lo siento.
            ─Es tan hermosa su planta que quisiera una de sus bellas flores─ y avancé hacia ella para cogerla.
            Entonces Violeta como si de su propia vida se tratase dio un grito y me sujetó por la muñeca apartándome con su cuerpo, hacia atrás todo lo que pudo.
            ─¡No lo hagas! ¡No la toques! ¡Es mortal!─ Y escondiendo el rostro en sus manos se fue llorando hacia el pórtico de entrada desde donde el Sr. Quiñones nos estaba observando sin que hasta ahora me hubiese apercibido de ello.
            Me marché de allí confuso y contrito. Había disgustado a mi amor. La había hecho llorar, pero aún recordaba sus formas perfectas y su cuerpo pegado al mío cuando me apartó de allí. Fue como si me hubiesen dado una descarga de placer y sentía la necesidad de que esa sensación se volviera a producir, como si fuera una droga.

            Pasé la noche soñando con ella y con nuestro encuentro y todas las dudas que pudiera albergar sobre ella se habían evaporado al contacto íntimo con su femineidad. Me parecía ahora que todo había sido un producto de mi fantasiosa imaginación y mi influenciable carácter.
            A la mañana siguiente me desperté muy tarde con un aleteo en mi corazón y unas desconcertantes señales en mi muñeca, como quemaduras, en total cinco, cuatro por el dorso de la mano y una en el interior de la muñeca que atribuí a algún insecto o araña del jardín de la tarde anterior. Lo envolví en una gasa y no le di más importancia.
            Después de aquel día vino otro y luego otro y, al final, solamente las citas con mi amada Violeta me daban satisfacción y alegría. Hablábamos como si siempre nos hubiéramos conocido, con una naturalidad tal que parecía que fuéramos amigos desde niños y nada hubiera logrado separarnos. Siempre sonriendo y siempre anticipando los pensamientos del otro. Ambos sabíamos que estábamos enamorados. Nos lo decíamos con miradas y con gestos, esperando ansiosamente el uno la presencia del otro y buscándonos en nuestros ojos. El amor entre nosotros circulaba a raudales pero algo silencioso e inexplicable aunque firme impedía que nuestros cuerpos se tocasen y si en alguna ocasión yo lo intentaba, ella ponía tal adusta y sombría facción que rápidamente desistía de mi deseo de acariciarla o cogerle la mano, pero eso precisamente, el hecho de desearla tanto y no poder tocarla, la hacía para mí más imprescindible, mucho más necesaria que el propio aire que respiraba. Nos esperábamos siempre a la hora convenida y su perfume, su aliento ahora me parecía exquisito. Yo vivía para respirarlo.

           
              Habían pasado muchos días desde la última vez que vi a Rodrigo Méndez, el amigo de mi padre, cuando un día se presentó inoportunamente en mi habitación sintiendo la preocupación que le producía el no saber nada de mí, el hijo de su amigo. Y de este modo, me vi obligado a invitarlo a pasar. Se sentó en la incómoda silla y yo me apoyé en la destartalada mesa. Divagó sobre los chismes de la ciudad y de la Universidad sin parar de hablar y por fin, me preguntó directamente en qué estado se encontraban mis relaciones con la hija del doctor Quiñones. Me sobresalté ante lo osado de su pregunta.
            ─Profesor Méndez sé que no le guía hacia mí otro sentimiento que mi bienestar y mi cuidado. No albergo hacia usted ningún sentimiento que no sea el respeto y el agradecimiento por todos los consejos y las molestias que pudiera haberle causado, pero de ningún modo pretendo debatir con usted mi relación o no, con la señorita Violeta y tampoco me gustaría oírle hablar de ella de ningún modo.
            El profesor no se sintió ofendido por mi respuesta, más aún parecía más audaz que antes.
            ─He tenido el placer en estos últimos días de leer a los clásicos y he recordado una historia que leí hace mucho tiempo. Se trataba de una bella mujer que el príncipe de la India regaló a Alejandro Magno y que era la más exquisita y hermosa de cuantas Alejandro había visto. Se acercó a ella para verla de cerca y se dio cuenta de su perfume floral tan penetrante y sensual que se rindió inmediatamente a sus encantos. Sin embargo, el mago de su cohorte se dio cuenta en seguida del secreto que aquella joven extraordinaria tenía─.
            ─¿Cuál era su secreto?─ pregunté ansiosamente temiendo que su respuesta fuera la que yo sospechaba.
            ─Al parecer, esta joven había sido alimentada desde que nació con potentes venenos de forma tal que ella misma ahora era un veneno mortal. Si Alejandro hubiese yacido con ella habría muerto en el primer abrazo. Así de mortífera era esta joven.

            ─¡Bah! ¡Patéticas leyendas y cuentos de brujas para niños!─ dije altanero─, parece mentira Sr. Méndez que usted se dedique a leer estas historietas que solo le hacen perder el tiempo.
            ─Puede ser, puede ser pero siempre son basadas en hechos reales… Por cierto… ¿qué es ese olor que flota en el ambiente? ¿Tiene usted flores? ¿No se perfumará usted?─, dijo horrorizado.
            ─¡No, por supuesto que no! Y le aseguro a usted que aquí no hay ninguna planta ni flor que destile ese supuesto aroma que usted cree detectar. ¡Tiene usted mucha imaginación! Y de tanto hablar de perfumes ya cree imaginarlos donde no existen.

            ─No, no, de ningún modo es invención mía esta fragancia. Es agradable aunque repulsiva. Yo no me engaño ni mi imaginación pone olores donde no los hay. Pero le veo a usted ansioso porque me vaya; sí, no disimule usted, así que por último, le indico que existe un remedio para la señorita Quiñones todavía, ya que ella no es culpable de sus fatales características. He estado investigando y me he puesto en contacto con los más prestigiosos sabios y alquimistas y he conseguido el único y extraordinario, el más eficaz antídoto creado─ dijo mientras sacaba de su chaleco una botellita de cristal labrado con un líquido transparente en su interior y la depositaba encima de la mesa donde yo me apoyaba. –Si usted hubiera a bien tomar en serio mis palabras sería de gran ayuda para usted porque libraría a su amada Violeta de ese cruel experimento al que su padre la sometió al nacer y al que continua sometiéndola. En todo caso, si no cree una palabra de lo que yo digo tampoco le ocurrirá nada si se lo da a beber. Es un antídoto sin efectos secundarios─, y mientras se levantaba y se dirigía a la puerta sin que yo le acompañara, susurró

            ─¡Cuídese, Fabio! ¡Quede usted con Dios! Y se marchó, dejando tras de sí una estela de dudas y de intrigas que me hacían recordar, Dios me perdone, el infortunado incidente de la lagartija, así como aquel otro que yo presencié sin que ella se percatase. Uno de los días en que observaba su jardín me asomé y mi querida Violeta se encontraba justo debajo de mí. En ese momento unos diminutos insectos atraídos quizás por las exquisitas fragancias del jardín sobrevolaron su cabeza y en menos de un suspiro cayeron muertos a sus pies sin que ella se diese cuenta de lo sucedido y retirándome yo de la ventana absolutamente inquieto.
            No obstante, estas dudas duraron bien poco porque eran continuamente rebatidas por lo que mis ojos veían, mis oídos escuchaban y mis sentidos percibían, Violeta, la inocente y virginal Violeta de carne y hueso, humana, chisporroteante de vida y salud y mi amor por ella desterró definitivamente aquellas insanas y perjudiciales inquietudes.
            Un poco indignado conmigo mismo por lo influenciable de mi carácter y por haber dudado del objeto de amor, bajé a la calle y como una prueba, me acerqué a un puesto de flores, donde vi unos preciosos iris recién cortados con el rocío aún entre sus pétalos. Pensaba dárselos a Violeta en cuanto la viera para desterrar de una vez estas insidiosas dudas en las que sucumbía mi débil carácter de tanto en cuanto. Subí de nuevo a mi habitación para arreglarme para la cita, dejé las flores en la mesa y por último, me miré en el espejo, lo que no hacía casi nunca. Entonces pude observar que nunca antes había estado tan lleno de vitalidad, ni mis pómulos tan frescos y rozagantes ni mi cabello tan abundante y brillante. Sonrojándome por mi vanidad, fui a recoger mis preciosos iris y al volver la vista hacia ellos me quedé petrificado. Los iris recién comprados que no llevaban en mi poder ni siquiera diez minutos y que estaban cuajados de rocío aún, ahora se encontraban absolutamente marchitos.



            Me senté en la cama. No podía dar crédito a lo que mis ojos veían. Miraba como un alucinado y a punto estuve de perder la razón y echarme a reír a carcajadas. De repente, vi una polilla posada en una cortinilla y me dirigí hacia ella y con suavidad le eché mi aliento. No pasó nada. Cuando iba a volver a repetirlo, empezó a aletear desesperadamente y cayó al suelo muerta. Busqué otra razón más que justificara lo que yo ya sabía y temía y encontré en un rincón encima de mi cama una araña formando su interminable telaraña. Me subí encima de la cama y expulsé mi aliento hacia ella dos veces sin quebrar su telaraña; pasó menos de medio minuto y se repitió la escena de la polilla quedando muerta atrapada por su propia tela.
         

             ¡Yo era veneno! ¡Me había convertido en aquello que más temía que se produjese en Violeta! Ahora era yo quien era venenoso y no había sido otra la culpable que la propia Violeta puesto que a nadie más me había acercado. Mi ira iba creciendo contra ella, sin darme cuenta de lo disparatado y absurdo que parecía mi pensamiento. Así que de esta forma me dirigí al jardín donde me encontré con Violeta que rápidamente se dio cuenta de lo alterado que había venido.
            ─¡Por Dios, Fabio, qué te ha pasado! Parece que has visto al propio demonio en persona.
            Y sin más oír despaché contra ella toda mi rabia, mi odio y mi dolor con palabras hirientes, despechadas, dolorosas e inequívocamente odiosas. Ella lloraba y se restregaba las manos, mientras sus ojos llenos de lágrimas me miraban implorando mi silencio. Pero no la escuché y proseguí mi vengativo discurso. Poco a poco, según las palabras iban saliendo una tras otra de mi boca ella se hacía más y más real y su belleza, su candor, su inocencia, su amor volvían a inundar mi corazón hasta que caí postrado a sus pies, llorando y pidiéndole perdón por todas las infamias pronunciadas y las mentiras dichas, fruto de un enfado alocado y de mi insensible corazón.

            Así, llorando ambos, me cogió de las manos y me levantó, la abracé y por primera vez nuestros labios se encontraron en un beso que en principio fue tan dulce y recatado como el de la Confirmación, pero que luego era portador de goces insospechados y profundo amor. Nos separamos a nuestro pesar. Ella fue quien me sorprendió.
            ─¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer para demostraros que yo no soy esa persona odiosa que veis en mí? ¿Qué puedo hacer para demostraros que os amo por encima de mi propia vida y que por vos y vuestro bien renunciaría a ella si con eso volvieseis a confiar en mí, a amarme y a ser feliz? ¿Queréis que me quite la vida para demostraros que yo nunca podría intrigar para haceros daño y que no estaba al tanto de los demenciales experimentos de mi padre?, preguntaba ella una y otra vez apretándome las manos y llorando de emoción.
            ─Ni siquiera creo que tú te hayas convertido en un experimento macabro de mi padre. ¿Cómo puede haberlo realizado y sin darme cuenta? No, no puedo creerlo─.
            La cogí de la mano y le enseñé los insectos que pululaban por encima de las flores y en torno a nosotros. Alcé la cabeza y eché mi aliento sobre ellos, obteniendo los mismos resultados que en mi habitación.
Ella se quedó tan triste, tan infinitamente triste que la lástima que sentía por aquella criatura tan delicada, inocente, virginal e infeliz, a quien todos en el mundo habíamos hecho daño, primero, su padre, y después yo, esa lástima y compasión se hicieron infinitas, únicas, sin medida pero todo ello no podía ni siquiera compararse al amor y a la devoción que por ella sentía. Yo sí que me hubiera debido quitar la vida antes de haberle hablado de la forma en que lo hice, antes de haber mancillado su cutis con las lágrimas que le había hecho derramar… ¿Cómo se podía ser tan abyecto como para tratarla en la dura forma en que la había tratado? Yo era un ser vil e innoble por haber dudado de su inocencia y de su amor.
            De pronto, como una llamarada prende una tea súbitamente recordé la botellita de cristal que mi amigo Rodrigo me había proporcionado, recordé su contenido y mi corazón se alegró y se alivió al vislumbrar una posible solución. Tenía esperanza al fin. De modo que le expliqué a mi amada, mientras se lo enseñaba, lo que era y a qué fin servía, eliminar de nuestros cuerpos todos los venenos inhalados o inyectados o que hubieran trasladado a nuestros cuerpos.
            Sus grandes ojos verdes, envueltos en esos preciosos rizos negros que por fin podía tocar, me miraban tristes. ¡Era tan vulnerable! Y, sin embargo, yo dependía tanto de ella como ella dependía de aquella mata de olorosas flores que le daban la vida al respirarla.
            ─¿Quieres que me la tome? ¿Ahora?─.
            ─No, amada mía, quiero que la tomemos ambos, los dos juntos y nos despojaremos de esos venenos que tu padre nos ha introducido y nos ha hecho ser tan ponzoñosos como somos ahora mismo─.
            ─¡No, amor! No. Deja que sea yo quien la pruebe en primer lugar para saber su efecto. Tómala tú después─.
            Hasta cierto punto tenía razón porque quizás si en ella desaparecieran los venenos yo quedaría libre de los mismos, puesto que dependía de ella, de su aliento y su presencia para seguir viviendo, no solo metafóricamente hablando, sino en la realidad. Pero una duda cruzó mi semblante ─¿Y si ella moría?... ¿Para qué quería yo seguir viviendo, ponzoñoso o no?
Pero tampoco quería morir, nunca me había planteado esta posibilidad y tenía miedo. Estuve a punto de aceptar, tentado de acoger satisfactoriamente su oferta y eso hubiera hecho si yo hubiera sido como antes, un individuo frágil, miedoso, sumiso y demasiado fantasioso y moldeable por los demás. Ahora no, ahora ya no era ese individuo, el amor que sentía por Violeta me daba alas, energía y carácter, un carácter insumiso y firme y puede que fuesen la ponzoña que circulaba por mis venas y esa nueva energía, las que me daban este nuevo valor que ahora tenía y del cual me asombré, al contestarle que no. Que ambos lo tomaríamos al unísono y que fuera la mano de Dios la que decidiera. Y de este modo hicimos. Ella bebió la mitad del líquido de la botellita y cuando vi que tenía intención de volver a beber, para que yo no bebiera, cogí su mano con dulzura, denegando y llevándome a los labios la cristalina sustancia. Ambos nos miramos, tomados de las manos, con tanto amor que el mundo era solo una nimiedad que no penetraba en nuestro inmenso círculo de amor. La tomé en mis brazos protectoramente y posé suavemente mis labios en los suyos.

            De modo intempestivo, apareció el padre de Violeta, el desalmado científico loco, gritando y corriendo hacia nosotros.
            ─¡Violeta! ¡Violeta! ¡Lo conseguí! ¡Lo he conseguido! Ya no estarás más tiempo sola en tu mundo inmortal. ¡Ya tienes un compañero de viaje y que es de tu agrado! Estoy deseando ver cómo serán los hijos nacidos de vosotros dos…
            ─¡Violeta! ¡Me oyes! ¡Fabio! ¡Violeta!... ¿no me oís? Podéis ser felices eternamente…

            ─Pero, pero… ¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué broma macabra es esto? ¡Vamos, Violeta, Fabio, por Dios!... ¡Levantaos!... ¡Señor, Señor! ¿Qué he hecho?


                                                                      FIN