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miércoles, 22 de mayo de 2013

LA JOYA INVISIBLE de Ricardo Corazón de León

Con este relato me presenté a un concurso (en realidad a dos) pero sobre todo, a uno al que le tenía muuuuchas ganas y... bue... pues no salió. Ahora que todos los de la Editorial Pastilla Roja, con su FANTASMAS, ESPECTROS Y OTRAS APARICIONES, han salido perdiendo por no tenerme con ellos y si no, leer mi relato y comprad (está tirado y es buenísimo) el recopilatorio en http://lapastillarojaediciones.blogspot.com.es/

Los vídeos y canciones que acompañan el relato merecen de por sí una entrada aparte porque son todos los mejores de Enigma, así que si queréis los veis antes o después porque los recomiendo con fervor místico.



 De Ricardo Corazón de León
Todos los miembros de la familia estaban ilusionados. Tras el retiro voluntario del ejército naval de Richard y su colocación en una gran empresa de ingeniería, con un magnífico sueldo, se habían acabado los interminables traslados de población y de país.
            Laura estaba encantada. Era la ilusión de toda su vida y aunque nunca le había dicho nada a su marido era lo que secretamente siempre había querido.
            Victoria también lo deseaba con ardor. Nunca había permanecido en un colegio o instituto más de dos años seguidos y jamás había experimentado esa sensación de hogar y seguridad, que debía ser normal en todo adolescente. Sus sueños se convertían en realidad. Un colegio en el que terminar sus estudios, hacer amigos y conservarlos en la Universidad, donde conocería más amistades futuras y compañeros.
            No sabía cuánto había deseado tener un hogar estable y una permanencia más o menos, definitiva, hasta ahora que lo había conseguido. Irradiaba felicidad. Su madre, Laura, revoloteaba por la casa como si estuviera bailando el lago de los cisnes y ella se dedicaba a indagar e investigar todos los rincones de la vivienda recién adquirida.
             Laura pensó que cuanto más veía de la casa escogida por Richard, más le gustaba la sorpresa que le había dado. Sus gustos se veían trasladados a la morada como si se hubiera construido pensando en ella. Una mansión de piedra con enormes ventanales  por donde entraba a raudales la luz del sol. Chimeneas de mármol en el salón y en las habitaciones superiores. Una gran escalera en caracol hacia el segundo piso y lo mejor de todo, una buhardilla, tan grande como la estructura de la casa. Era su fascinación y también la de Victoria, que subió corriendo cuando su madre la descubrió.
            La casa era de finales del siglo XIX. En el exterior, estaba enteramente tapizada por parra virgen, en el sur y oeste y por enredaderas, en los otros dos lados. Corría el mes de octubre por lo que la parra empezaba a adquirir todas las tonalidades rojizas representativas del otoño.
            Decididamente se quedaban con aquella casa. Se hicieron traer los muebles de su último domicilio y también se quedaron con los que la mansión tenía. Eran viejos pero restaurados y el salón y todas sus dependencias representaban fielmente, con el conjunto del inmueble, la época victoriana a la que pertenecía.
            Lo que más le gustaba a Victoria era el secreter que tenía en su habitación, con sus cajoncitos cerrados con una llave que colgaba del mismo, su papel, sus plumas y su perfecta altura para ella. Venía acompañado de una silla cómoda, con patas finas de madera torneadas y una tapicería de terciopelo de colores y seda. De todo el conjunto prefería los cajoncitos y ese espejito mágico en el centro para ver lo que escribía y su cara al hacerlo.

            Todo era perfecto. Había transcurrido una semana desde que se mudaron a su nuevo domicilio y resultaba sumamente acogedor. Por las noches, el benigno tiempo permitía todavía mantener las ventanas superiores abiertas y podían oírse los grillos y el croar de las ranas en una pequeña laguna de piedra existente en el exterior. El conjunto se hallaba rodeado de un alto seto de lilos y el jardín alfombrado de un césped siempre verde. Las flores decoraban aquellos lugares que merecían destacarse. El cenador, el lago, los alrededores de los árboles y la entrada.
            Laura no podía dar crédito al primoroso paso de los días. Su felicidad se reflejaba en su rostro. Estaba radiante y se sentía rejuvenecida al menos, en diez años. Ella también había descubierto su sitio favorito. Fuera de la casa, en el pequeño lago en el que se encontraba un banco decimonónico bien conservado, bajo las ramas de un sauce llorón. Y para las noches frías de invierno, un sillón enfrente de la chimenea de la sala de lectura. Nunca había comprendido por qué Richard se negaba en rotundo a utilizar el dinero que ella había heredado. Pero finalmente accedió. Laura supuso que el sueldo tan alto que tenía era la clave de aquel cambio.

            Victoria había aprendido una nueva afición. La de escribir y empezó con pequeños ensayos de futuros relatos, poemas y un diario personal que guardaba bajo llave en uno de los cajones de su secreter.
            Era la séptima noche en la casa. Estaba alegre y se disponía a escribir un relato con una idea que le bullía en la cabeza. Algo de terror, sí, era lo que quería. Abrió el secreter y el cajoncito con la llave que colgaba de su pulsera como un adorno más. No creía que sus padres se hubieran dado cuenta siquiera de ella. Al sacar el diario con su bolígrafo incorporado, notó un pequeño objeto que inmediatamente sacó. Se trataba de un anillo de oro con una amatista morada y cristalina en el centro. Era una preciosidad y aunque no sabía a quién pertenecía, ─seguramente era de su madre─, le ajustaba con precisión a su dedo. Con la sortija puesta sacó folios y tal como se proponía comenzó a escribir. Mientras lo hacía vio de refilón su reflejo en el espejo y… algo era distinto. Volvió a mirar y observó su mano en el espejo, pero esa no era su mano… Tenía las uñas más largas y con brillo, los dedos más finos y pálidos hasta parecer translúcidos, utilizaba una pluma del secreter y el anillo refulgía en el espejo.

            Dio un respingo, se sobresaltó, y al levantarse la silla cayó contra el parqué causando un gran estruendo. Su corazón se aceleró rápidamente. Se agachó para volver a mirar su mano y eso fue lo que vio. Su mano con su bolígrafo verde esmeralda y detalles dorados. Recogió la silla aturdida. Victoria no se inventaba lo que había contemplado en el espejo. Lo había visto claramente y la sensación de que se trataba de una alucinación ni se le pasó por la cabeza. Guardó todo en su sitio y cerró con llave.
            Se lo contaría a su madre, ella se lo explicaría. Sabía dónde se encontraba ahora, en la sala de lectura en el cómodo sillón de orejeras leyendo uno de aquellos rústicos libros que venían con la casa. Al abrir la puerta de la sala, asomó la cabeza para ver si estaba y lo que vio le extrañó. ¡Qué raro! Había venido una visita y la habían dejado sola en la sala. Como la señora del pelo negro no se movió al abrir la puerta volvió a cerrarla sigilosamente y entonces escuchó a su madre.
            ─¡Victoria! ¡Victoria! ¿Qué haces ahí? ¿Por qué no entras?
            De inmediato abrió otra vez la puerta y vio a su madre y sus graciosos rizos rubios sujetos por un prendedor. Pe-pero ¡ella había visto a una señora morena en su lugar! Con prisa se sentó en el otro butacón y sin pérdida de tiempo se lo contó todo a su madre. Laura la escuchaba con atención pero no entendía bien qué es lo que le estaba contando. Cuando oyó lo del anillo de su propiedad, la corrigió, ella no tenía ninguna sortija con esa descripción. Si se la enseñase se lo diría con certeza. Victoria le mostró su mano acercándosela a los ojos. Laura la miró con ojos interrogantes y Victoria se miró la mano, atónita. El anillo no estaba. Había desaparecido. Pero ella, ella… estaba segura de que lo llevaba puesto. ¡No podía ser!
            ─Mamá, acompáñame, se me habrá caído por las escaleras o a la entrada pero te aseguro que era de verdad. De oro y con una piedra grande ovalada de color morado. ¡Ven, te la enseñaré!
            Laura se incorporó e hicieron juntas el recorrido. Incluso Victoria volvió a abrir el secreter ante su madre y el cajón donde había encontrado la joya. ¡Nada! Ni rastro de anillo alguno. Ella no pensaba que su hija le mintiese pero como tenía una imaginación tan desbordante pudo haberlo soñado o deseado en su fantasía. No le dio ninguna importancia a aquel asunto y dejó a su hija pensativa en su habitación. Cuando volvió a su sillón, levantó el libro que había dejado cuando entró Victoria y vio la sortija. ¡Era cierto! ¡Su hija no mentía!
            De forma inconsciente, se la puso en su dedo y se dirigió con presteza a la habitación de Victoria. Sabía que le daría una sorpresa. Cuando abrió la puerta gritó. Su hija no estaba. En su lugar, en el escritorio se hallaba una joven con una larga melena negra, escribiendo con una pluma sobre una cuartilla. Iba vestida con un camisón blanco, largo, con volantes y cintas en las muñecas y en los tobillos y cuando se giró pudo ver sus insondables ojos negros que la miraban con una expresión de odio que traspasó a Laura, llenándola de terror. Se tapó la cara para no verla y sintió que alguien la apresaba por la cintura. Cuando, aterrorizada, abrió los ojos, vio que Victoria estaba abrazándola y se abrazó a ella muy fuerte.
            ─¡Mamá, mamá! ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Por qué has gritado?
            Y después de contarle lo sucedido, por segunda vez, al mostrarle el anillo, éste había desaparecido. Hablaron largo tiempo sobre el tema y acordaron no decirle nada a Richard pero estar atentas a todo lo que sucediese. Mientras no tuvieran alguna prueba de lo que decían era igual que inventar fantasmas en la casa o apariciones que nadie creería.
            Esa misma noche, Victoria se despertó, tenía sed, así que bajó a la cocina en busca de leche para beber. Al pasar por el salón vio luz y se extrañó. Era muy tarde. Sería su padre. Se dirigió allí y al acercarse contempló un cambio increíble obrado en esa estancia. De repente, se sentía transportada al año en que la casa había sido construida. En ella veía todos los ventanales cubiertos con cortinas de terciopelo granate y ribeteados de finos hilos dorados colgando. En la parte superior se encuadraban con tela del mismo color fruncida haciendo ondas. Las paredes estaban tapizadas con una tela de listas verticales verde oliva y no conocía apenas ninguno de los muebles que se encontraban allí. Todo estaba iluminado con suaves luces de lámparas de cristal que daban otro ambiente con su luz dorada, tan distinta de la actual.
            Había un biombo que jamás había visto, forrado de tela acolchada en tonos brillantes con delicados dibujos de flores y mariposas. Se dirigió hacia él. Lo tocó y en ese momento se dio cuenta de que llevaba puesta la sortija, pero no le extrañó. El biombo llamaba poderosamente su atención. Al girar a su alrededor comprobó que había una puerta detrás del mismo que no se encontraba en el salón original de su casa. Así que entró con curiosidad para ver lo que había.

            Laura se levantó con Richard y comprobó que Victoria ya se había ido al colegio. No fue hasta la hora de volver, por la tarde ─comía en el colegio─, cuando se dio cuenta de su tardanza. Llamó a su mejor amiga, Lucinda y comprobó que no había ido al centro. ¡Dios mío! ¿Dónde podría estar? Jamás había faltado a la escuela sin su conocimiento. Además le extrañaba sobre todo, porque es lo que más le gustaba hacer, desde que se habían instalado con intención de quedarse definitivamente. Se fue al salón pensando dónde podía estar y mientras paseaba una y otra vez, volviendo sobre sus pisadas, vio de refilón un brillo en el suelo. Se acercó y recogió el perdido anillo. Se encontraba justo al lado de una pared y no comprendía cómo había llegado hasta aquí pero le daba la sensación de que algo tenía que ver con la desaparición de Victoria. Se lo puso en el dedo y decidió llamar a Richard a su trabajo. Ya era hora de que supiera qué pasaba con la famosa joya.
            Cuando le contó todo lo sucedido, al principio, pensó que era una broma, pero Laura no bromearía jamás con esas cosas, así que decidió volver a casa. Abrió la puerta y llamó a su esposa, mientras recorría todas las estancias de la casa. No entendía nada y empezaba a ponerse nervioso ¿Le estarían tomando el pelo las dos mujeres de su vida? Él quería creer que era así pero algo le decía que había algo más. Volvió al salón y miró por el suelo, buscando el lugar en el que presuntamente Laura había encontrado el anillo y, para su sorpresa, allí estaba, brillando como con luz propia. 

             Era una alianza de caballero con una amatista en el centro encofrada en oro. Se la puso inmediatamente, sin siquiera darse cuenta y se dirigió al único sitio que le quedaba por buscar, la buhardilla. Quizás Laura no le hubiera oído. Subió mientras seguía llamándola. Abrió la puerta de la buhardilla y entró. Se asomó y se quedó perplejo por la cantidad de bultos, cajas y baúles que allí había. Nunca había mirado pero le extrañó que Laura no se lo hubiese comentado porque a ella le encantaba restaurar muebles antiguos ─hasta un caballito de madera─ y siempre tenía tiempo para esa actividad.
            Como no estaba, bajó ágilmente la escalera y de nuevo entró en el salón para telefonear a sus amigos, por si Laura había acudido a casa de alguno de ellos. Al entrar, creyó que sus ojos le jugaban una mala pasada. Estaba en un salón antiguo, bellamente decorado y con profusión de muebles y telas desconocidos ¿Sería cierto lo que su mujer decía sobre las visiones que había tenido? Comprobó que pese a ser de día, en este salón no entraba la luz del sol y estaban los ventanales cubiertos de cortinas. Se dio la vuelta para comprobar que estaba en su casa y confuso al descubrir que sí, se dirigió hacia un biombo del siglo XVIII o XIX, que le atraía por su extraordinaria fabricación. Era muy hermoso. Se asomó detrás del mismo y vio una puerta que nunca había estado allí. Sorprendido y un poco asustado, asió el pomo de porcelana y abrió la puerta…
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            Unos días después, Carolina abría la puerta para que entrasen los nuevos propietarios. Los señores Mayen y su hija adolescente. Cuando se marchó, Lidia Mayen se fijó en el magnífico anillo que llevaba en su dedo, por lo que olvidó su extravagante y arcaica vestimenta.